“La gran belleza”

¿Por qué no dedicar dos horas de la noche del domingo a sumergirse en una película hecha de escenas que buscan desaforadamente una belleza formal (la luz, la música, el escenario, las ruinas, las estatuas, los jardines y fuentes, los cuerpos), y que en momentos bien escogidos recopila vestigios o señales de otra belleza, la grande, tan huidiza como la felicidad, punteada en recuerdos que recogen y condensan todo lo que se ha convertido en nostalgia?

 
Entré en "La gran belleza" a través de la televisión, sin saber que era de Sorrentino, sin saber que había ganado el Óscar de 2013 a la mejor película en lengua no inglesa, sin saber nada más que un pequeño resumen del argumento que suministraba la ficha del servidor de televisión. Opté por la versión original subtitulada, porque el italiano en sí mismo es una belleza. Empezaron a sucederse escenas aparentemente desconexas que todavía no habían enfocado al protagonista ni habían propuesto una historia. Roma, crepúsculo, decadencia y La dolce vita. Volví a leer la ficha y ya supe que era Sorrentino. El movimiento de las escenas continuó, pero ya no era virtuosismo, ni siquiera surrealismo, ya los personajes iban logrando un nombre, un carácter y una historia, ya la sucesión de diálogos, paseos, fiestas, frugalidades y tragedias (sin más ancla que las fugaces conversaciones de Jep con la buena mujer que cuida su casa) se iban colocando cada una en su sitio como piezas de un mosaico, al modo de un Amarcord trasladado a Roma y al siglo XXI.
 
Salí de "La gran belleza" contento. Soy un tipo normal que lleva una vida normal de pequeño burgués de provincias; transito calles con coches por lo general sucios y de chapa abollada, soporto chin-chin-punes en vez de a Mozart en las cadenas de radio que reclaman mis hijos cuando viajamos, recibo whatshaps y correos electrónicos vulgares con chistes procaces o presentaciones insoportables que quieren hacerte levitar y se resisten a desaparecer pese a que pulses repetidamente la tecla Esc, me intereso por las clasificaciones de la liga de fútbol o los fichajes del Deportivo de La Coruña, como palomitas y jamás me he puesto un pañuelo de seda en el cuello o en el bolsillo de la chaqueta... Pero me conforta encontrarme a veces con una belleza pulida y cuidada, exigente, y reconocerla, como si fuera una vieja amiga; no me he rendido del todo en materia de felicidad, y conservo restos de un instinto perseguidor de la gran belleza moral, esa de la que no se habla, porque sólo puede vivirse.
 
¿Por qué no ponernos de puntillas de vez en cuando? ¿Por qué no subir a los áticos y escapar, a ratos, del chin-chin-pum que quieren imponernos como banda sonora de nuestra rutina?

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