El Octavo Cielo de José Luis Serrano.

Lo conocí  en aquella época en que todo parecía posible y yo andaba buscando  bifurcaciones,  cuando empezaban a  interesarme más las curvas que las rectas en las que hasta entonces me había empeñado. Eran los años 20 de nuestras  vidas, y nada podía hacer pensar que recorreríamos juntos los 30, los 40 y los  50, porque no podíamos ser más distintos: él alto y yo bajito; él penibético y  yo rozando lo manchego; yo cristiano y él creador de dioses caprichosos; él  rojiverde, y yo un poco gris; él Horacio Oliveira y yo Manu Traveler; y para  colmo me gustaba la sopa de caldo de pollo, probablemente lo que él más ha  odiado en su vida. No estábamos hechos precisamente para encontrarnos, pero un  conjunto de azares provocados más por la risa que por el destino, nos hizo  amigos durante treinta años. Aprendí de él la vida curva y la iconoclasia, me  ayudó a escapar de los laberintos de la culpa, me desordenó los cuadros  cartesianos de abscisas y ordenadas, me señaló con el dedo a Cortázar, me corrigió severamente por confundir el título “Queremos tanto  a Glenda” con un horrible “Todos te  queremos mucho, Glenda”,  me hizo  entender la versión apócrifa de Granada, y todo a cambio de muy poco: no tengo duda de que en una excavación arqueológica de mi personalidad llamaría la atención un giro o inclinación de cierta nitidez a partir del estrato de los 25 años. Ese giro tiene nombre: se llama José Luis Serrano.
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Diez  de septiembre de 2015. Se estaba acabando el último verano. En mi teléfono  encontré un mensaje de José Luis: “Miguel,  llámame cuando puedas”. Asocié ese mensaje con otros dos que quedaban algo  más arriba en la pantalla. Uno, de julio: “Miguel,  necesito un par de vinos o siete contigo”; otro, más antiguo: “Miguel, necesito hablar contigo para  decisiones fuertes”. Así que debía de tratarse de una cita que se había ido  demorando por culpa de la política, quizás para hablar de política o de todo lo  contrario. Lo llamé, desprevenido, y el teléfono disparó una ráfaga de cuatro  palabras que odio con toda mi alma desde hace un tiempo: cáncer, páncreas,  metástasis, hígado. Fue la frase más fea y horrible que jamás le he oído  pronunciar en su vida.
En  el insomnio largo de aquella noche, el ángel malo me susurraba: “seis meses”,  mientras el ángel bueno se empeñaba en convencerme de que no le hiciera caso al  otro, que no siempre se cumplen los peores augurios, y que lo único cierto era  que mi amigo estaba vivo y que la longitud del futuro es una incógnita que no  merece la pena despejar.
Un  otoño y medio invierno ha durado ese futuro. Cada noche, cuando en estos meses  salía a pasear al perro, subía a una colina que hay cerca de casa y desde un  mirador veía su casa, en la otra ribera del Genil. Siempre con alguna luz  encendida. “José Luis, resiste”, decía una y otra noche, como una letanía. Pero  siempre el ángel malo repetía su otra letanía: “seis meses”.
Ahora,  de pronto, apenas cinco meses después de aquel disparo, José Luis es un inmenso  pasado sin clasificar y un caleidoscopio alborotado de relámpagos que me hieren  y me curan, que me hacen llorar y sonreír, que me iluminan y me oscurecen. Miro  atrás, y lo encuentro en todas partes. Estoy seguro de que a vosotros os está  pasando lo mismo. Cada uno con su cajón de recuerdos desordenados de vuestro amigo José Luis. Lo oigo llorar de risa, disertar sobre la entropía del sistema jurídico y enfadarse cuando se me olvida que Andalucía es una nación. Veo su cara cuando  le entra la carta que le da la escalera de color a la que aspiraba en todos los  descartes -porque nada de conformarse con un trío-.  Lo veo salir en julio del 94 con una camisa  blanca y digna y un puro habano de un apartamento de la rue de Varenne, en  París, con dirección al Café de Flore; o quizás es el verano del 87, pero  entonces es Trevélez, lleva una camisa intolerable de colorines amarillos y  marrones y un Faria, con dirección al Café del Río. Veo su cara mientras, en  noviembre, cerca de Antequera, nos dice a Francis y a mí que cree que está  curado, y lo recuerdo, como lo recordamos muchos, despedirse por un tiempo de  la política activa y explicando que el capitalismo es un cáncer al que sólo  puede resistirse con la tenacidad de la memoria.
Miro  atrás y lo veo en todas partes. En estos últimos días no he parado de mirar  atrás, porque ya casi no estaba aquí al lado, ya empezaba a no ser  contemporáneo, ya estaba alejándose, aturdido, dentro de la habitación 305, en  un tiempo de ritmo distinto al tiempo en el que nosotros hablábamos de él en la  sala de espera. He procurado olvidarme de ese cuerpo devastado y aferrarme al  alma, pero entonces me viene una de las frases que con más énfasis subrayé de  todas las suyas: “El alma, como la  cebolla, no tiene centro, sino sólo cáscaras hechas de sueños y recuerdos”  (“Brooklyn Babilonia”, 2009). Es verdad, cáscaras de sueños y recuerdos que no  son el centro de ninguna circunferencia perfecta, sino materia viva, un  relámpago entre dos oscuridades en busca de una armonía que nunca se deja atrapar,  porque la armonía sólo puede atisbarse al final de todo, cuando uno se rinde y  la piedra que fue extraída de la veta, “se  injerta de nuevo en las medidas del universo” (“La Alhambra de Salomón”,  2013).
Sueños,  recuerdos, hojas de cebolla. Pero también palabras. Porque, si como él repetía,  la patria es la lengua, entonces las palabras son la materia de la que están hechas  las cáscaras del alma. Si Dios es el verbo, nada más divino tenemos que nuestra  capacidad de decir, ninguna otra forma más verdadera de amar hay que la  desesperación por comunicarnos, que convertir en palabras para los demás el  magma de la vida que tantos azares ha debido recorrer hasta componer una  estirpe capaz de provocar un José Luis Serrano. Qué privilegio haber estado  expuesto al poder de las palabras de José Luis durante tanto tiempo.
Miro  atrás y salta de cada rincón, pero de pronto comprendo que lo que queda de José  Luis somos nosotros. Veo a José Luis multiplicado en nosotros, espejos rotos  que devuelven las chispas del relámpago que ha sido José Luis, trozos de  cáscaras de su alma de la que quedamos como depositarios. Y pienso que el  olvido tendrá que esperar, porque la memoria de los amigos es la conjura contra  el olvido. Los amigos de las cuatro partidas anuales de póquer, los de la  Tertulia literaria de Casa Salvador, los de El Club de la Estrella Negra (ellos  saben a qué me refiero), los de las bengalas al Cristo de los Gitanos en la  Carrera del Darro, los de las fiestas de cumpleaños de los treinta y tantos,  los de los vinos y las risas del tiempo en que siempre era jueves y nosotros  éramos los mejores, los de las visitas nocturnas a los baños de Alhama, los de  los veranos de las tesis en Trevélez, los de su grupo parlamentario, los amigos-lectores, los amigos-alumnos, los amigos-compañeros, las hermanas que lo vieron crecer, Maritina en "la casa colorá", cada uno de sus tres hijos y Eva, "para siempre en su origen", como él dijo en una dedicatoria definitiva. Mucho se repite aquella ocurrencia sartriana de que “el infierno son los  otros”. Podemos darle la vuelta: ¿por qué no el paraíso? Quizás nosotros seamos el paraíso, el  Octavo Cielo con el que él no contaba (sólo creía en los siete de la torre de Comares), al que está viajando tras su muerte.
Termino  con las últimas palabras que José Luis ha publicado. Quizás las escribió antes,  pero son las que desde el mes de octubre cierran su página web, ésa que tanto  vamos a visitar estos días.
Me rindo. Vislumbro con la edad los límites  infranqueables, lo que ya nunca haré. Me sé perdido en nimiedades gramaticales  y académicas, me sé ajeno a lo que de verdad ocurre. Pero me ha parecido oír el  gran rumor de la epopeya andaluza y sólo quiero seguirlo. Es por eso por lo que  a mis nuevos dioses, cuyo nombre también ignoro, ya sólo les pido que protejan  a mis hijos y que dejen a mis ojos leer hasta entrada la noche” (“Leer  hasta entrada la noche”, octubre 2015).
Contigo,  José Luis, Granada fue una fiesta. Me sigues debiendo una visita a la Alhambra.

11 Respuestas

  1. lo siento mucho, Miguel. no lo conocí, pero debió ser un gran tipo. a José Luis le tocaron muy malas cartas en el reparto aleatorio de mutaciones en nuestro genoma.
    cuidate !

  2. Tampoco le conocí, pero viendo que la amistad en parte os llegó por las risas compartidas no me extraña esa unión y esa actual pena. Un abrazo

  3. Anónimo

    Yo también lo siento Miguel.Creo que yo tampoco lo conocí, a no ser que a los 20 me lo presentaras.He leido una y otra vez tu post y entiendo tu desgarro.Hace poco yo perdí a una entrañable y queridisima amiga, tenia sólo 38 años y un nombre precioso, Juncal.Cantaba como los angeles y de ello ha dejado huella Estuve un mes que con un desasosiego tremendo, los primeros dias no me la quitaba de la cabeza, no pude despedirme de ella y, ni tan siquiera tuve fuerzas para acudir a su entierro.Sentí que ya no estaba.
    Sólo decirte que Jose Luis, allí dónde esté estará orgulloso e su amigo Miguel. No te olvidará, al igual que tú no le olvidarás y vivirá siempre entre los suyos. Gracias por ser como eres.
    Un fuerte abrazo: Mar Pulido

  4. ¡Verdaderamente emocionante, querido Miguel!. Me permito copiar toda la entrada en mi blog http://aruizrobledo.blogspot.com.es/.
    Un fuerte abrazo

  5. No sabía que tenías un blog, Agustín. Voy inmediatamente a verlo.

  6. Marian Abril

    ¡Pobre Miguel! fue lo primero que me vino a la cabeza cuando leí la noticia y constaté que de verdad era ESE Jose Luis Serrano. No tenía el privilegio de conocerle personalmente, por eso antes de pensar en su familia me acordé de ti. Después he estado rememorando las primeras veces que nos encontramos, cuando todos pensábamos que conseguir un mundo mejor estaba en nuestras manos; él siempre siguió convencido de ello, y por eso, después de releer alguno de sus inagotables escritos, he pensado ¡pobres de nosotros, con la falta que nos hace gente como él!

    • Qué buenos recuerdos de aquella época intensa, Marian. Nada de todo aquello fue en vano.

  7. Hola, Miguel: tú y yo nos conocemos de lejos, o sea de nada. Pero ambos sabíamos de José Luis; yo de más lejos, con menos intensidad y con menos suerte. Te agradezco el primor que le has puesto a las palabras porque calma un poco el dolor de hace meses, cuando tuvimos la noticia de su enfermedad, y restaña la herida de la rabia, la fatalidad y la impotencia de hace una semana, el lamento por no haber podido aprender más, durante más tiempo. Se lo puede conocer mejor a José Luis leyéndote, y eso es un alivio para los que hemos compartido algunos de sus espacios los últimos dos años y nos hemos quedado a medias para siempre. Llevábamos razón entonces: era un tipo al que había que prestarle la oreja y abrirle el corazón, y entrar en el suyo, que era verde y era blanco y era negro y era de todos cuantos colores uno quisiera convocar. Porque su manera de tener claras las cosas, y a veces oscuras, y su gesto de estar siempre aprendiendo aunque él supiera más que quien le hablaba, nos daba la posibilidad de la conversación, de emprender temas, de hacer cosas. Ahora estamos recuperándonos, porque no queda otra, pero quería que supieras que tus palabras también ayudan. Gracias.

  8. Agradezco tus palabras, Irene. Afortunadamente, hay todavía mucho recorrido de José Luis, aunque sea "hacia atrás": quedan muchas palabras escritas a las que se puede ir y volver.

  9. Ay Miguel! Cuántos recuerdos de José Luis y eso que yo tengo muchos menos. Pero yo sí me quedo con esa visita a la Alhambra guiada por José Luis que le pedí en verano de 2011 para ilustrar a unos profesores que invité a un Seminario. Fue una delicia escucharle…y aprender…y compartir…Andalucía.

  10. Yo, como tantos otros, fui alumna suya nada más llegar a Granada desde un pueblo cercano al de Miguel Pasquau. Comencé la carrera, como tantos otros, por descarte, no pude entrar en la que era mi verdadera vocación y allí me encontré con José Luis, encima en filosofía (que dicho sea de pasó, nunca me gustó). Pero apareció él con su innegable belleza exterior, pero después descubrí que la interior tenía aún más luz.
    Tiempo después leí sus libros y siempre que pasaba por el Paseo de los Tristes tenía la esperanza de encontrármelo, aunque pocas veces sucedió, y esas veces lo miraba de lejos y anhelaba escucharlo como hacía tantos años y era una niña inexperta que llegó a la ciudad de la Alhambra.
    Gracias Miguel por esas palabras que me han hecho recordar tantas cosas y gracias también por las clases que tuve la suerte de presenciar. Entre los dos me hicistéis amar un poco más el Derecho. Gracias que espero lleguen a ese octavo cielo de las personas con alma

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