Travesía por Sierra Mágina, un paraíso interior. Te acercas entre lomas y olivos, y poco a poco aparecen los pinos y las montañas. Torres, Albanchez, Jimena, Bedmar, Jódar, Huelma. Carreteras muy secundarias, las mejores para conducir si no tienes prisa. Imposible no parar en las cunetas y bajarte, adentrarte en un olivar, tocar las hojas y las aceitunas ya prometedoras, pisar ese suelo de terrones secos que tan familiar me resulta.
Las calles blancas y con balcones de macetas de un pueblo a la hora de comer. Un silencio interrumpido apenas por voces que se escapan desde alguna ventana o por el chorro de un manantial convertido en fuente para beber. Todo está quieto, y sabes que no va a pasar nada. Sólo vas a pasar tú. Eres tú lo que hoy pasa en ese pueblo que se está preguntando "quién será éste". Árboles tupidos, sombras generosas y sabias. Escaparates de comercios cerrados con cortinilla de canutillos y productos de otro siglo. Un cartel anuncia una actividad de senderismo nocturno para esta misma noche y valoro si quedarme aquí y apuntarme. No ves a nadie, y eso te permite percibir a una multitud de generaciones sucediéndose en el pueblo igual. Igual, sí, como hace cuatro años, cuando lo visitaste por última vez, con tu hijo y buscabais un bar para tomar algo.
Moscas. Y en el mirador, chicharras. Hay nubes "de evolución diurna" que descargarán una tormenta esta tarde. Algún perro en la placeta de una casa, bajo una acacia, se sacude las moscas con un movimiento brusco de oreja, como todos los perros del mundo en verano.
Agosto, estanque del tiempo. Por fin tierra firme, esa sensación de eternidad en un instante que, cada verano, necesito encontrar para reconstruir la línea de mi vida. Se detiene el tiempo en un pozo que te lleva al vértigo bueno de lo más hondo, lo más remoto: a la primera vez que supiste que era verano.
Que luego en el coche actives el Google Maps, que elijas la música para el siguiente tramo en el Spotify, que compartas tu ubicación por WhatsApp, que recibas un mensaje inmediato (sin tener que ir a recogerlo a Correos y Telégrafos) desde Somalia y, un instante después, desde Berkeley, son anécdotas que no intefieren. Lo esencial son las moscas, idénticas siempre a sí mismas. Platónicas, spinozianas: las moscas quieren siempre ser moscas; yo quiero ser Miguel.
Bastan tres, cinco horas, en mitad de un día, para que se produzca el milagro de agosto. Pero nunca sabes cuándo va a llegar. Por eso hace falta un mes entero, si es posible, de vacaciones: para darle ocasión a agosto.
El camarero del único bar tiene ganas de hablar. Yo también. Pronto me dice que tengo que subir al castillo. El castillo es un torreón encrespado en una peña de unos doscientos metros de altura sobre el pueblo. pero el camarero dice que nadie puede irse del pueblo sin subir al castillo. Bah, una media hora, dice. Los carteles anuncian 400 metros. pero ni el camarero ni los carteles avisan de que es una media hora o 400 metros de escaleras en rampa. Da igual: nadie puede irse del pueblo sin subir al castillo. A un lado, el viejo Aznaitín, del que dicen que, de joven, fue un volcán. Al otro lado, una hondonada entre montañas con manchas blancas que son pueblos. Al bajar del castillo, donde no había nadie (sí ejércitos de hormigas industriosas), empezaba a moverse algo en el pueblo. Una mujer raspa una puerta de madera con una espátula; tres chicos, con móvil y aparatosas zapatillas deportivas, bajan la calle. Acaban de abrir la farmacia. Un coche pasa cada cinco minutos, no cada cuarto de hora. Paso a saludar al camarero y agradecerle su buen consejo, y en la televisión del bar están hablando de M'bappé. Agosto se está terminando, pero no importa: ha llegado a tiempo.
Agosto, Miguel, también es el espejo retrovisor de nuestras vidas, donde todo lo que tenía que suceder sucedió gozosamente, pausadamente, sin que nunca más vuelva…