Ráfagas de navidad (@GaliaLenoir)

Pensaba que la Navidad era cosa de otros. Como si yo siempre hubiera vivido en verano, o mis inviernos fuesen un largo febrero. Mi pasado está lleno de agujeros. Es un baúl de recuerdos por estrenar: a veces lo abro y me llegan brisas confusas, imágenes sueltas con las que puedo inventarme lo que ya viví. Algunas amigas como @TreceBola, @aliciasm_g y @PintasMucho me habéis ayudado estos días a recordar mi propia Navidad.

La primera brisa me ha traído un remoto recuerdo inaugural: mi padre me está aupando para poder tocar con mi mano la estrella brillante que había en lo más alto del árbol de Navidad de casa. Alrededor de ese instante mágico empiezan a gravitar otros detalles que atesoro a medida que van llegando hasta componer una escena. Estoy viendo luces cálidas, huele a madera y siento el confort de un jersey amarillo de lana peluda. Llueve afuera. No identifico la música que se oye. Las manos, tan suaves, de mi abuela están colocando en el árbol unas bolas de colores que hemos ido a comprar a una tienda por la mañana. El árbol es una gran rama de pino natural; lo sé porque mis manos están pringadas de resina y porque algunas hojas se caen y con ellas yo compongo dibujitos, o las amontono y les soplo para que vuelen. También huele a carne asada y a caldo, y mi madre entra y sale con frecuencia de la cocina mientras mi padre y mi abuela colocan vasos y platos, velas, cubiertos, y un jarrón con flores rojas sobre un mantel blanco bordado. De pronto mi padre me pregunta si quiero tocar el cielo, yo le digo que claro que sí, él me coge en volandas, y yo veo cómo la estrella, tan alta, se acerca, hasta que con la mano puedo notar la rugosidad de la purpurina. El cielo.

Quizás esto no es más que el recuerdo de un recuerdo, es decir, el recuerdo de la nostalgia que pudo producirme alguna vez ver la misma estrella en lo alto del árbol y no poder alcanzarla, porque no estaba él para auparme. Algún año, muy pronto, dejó de estar, como también había dejado de estar la abuela. Quizás, entonces, sus huecos lo cubrían Claire y Natalie, Victoria y Horacio, que eran como familia. Lo pasábamos bien, pero la estrella estaba demasiado alta.

El brillo de la estrella reclama la atención de mi memoria, y encuentro otra ráfaga que no sé bien dónde me lleva: es como el salón enorme y circular de un gran palacio, con lámparas de cristal y bronce en el techo, cristaleras infinitas dando al mar y azotadas por la lluvia, mesas vestidas con lujo, un rumor de telas elegantes, conversaciones quedas, y mi madre y yo sentadas en una mesa. He preguntado a mi madre y me ha contado que fue en navidad de 1983. Es decir, yo tengo siete años. Hace tres de que mi padre dejó de estar. Mamá quiso ir conmigo aquella nochebuena a un hotel de Biarritz donde había estado un antiguo verano, antes de llegar yo, con mi padre y pactaron que cuando ella lo necesitase volverían a verse allí. Quizás pensó mi madre que era la ocasión. O puede que simplemente quisiera escapar de París, y de la casa, y de recuerdos que se removían en el pecho y escapaban por sus ojos.

Por la tarde había salido el sol, y recuerdo caminar descalza sobre la arena húmeda de la playa. Por la noche, muy elegantes, vamos a cenar a aquel hotel que parecía un palacio. En la escalera hay un retrato inmenso de una señora que debió ser una reina. A mí me entra la risa, y la reina parece estar regañándome. Un camarero vestido de negro con camisa blanca nos recibe y nos conduce a una mesa, junto al ventanal. La misma mesa en la que cenaron mis padres la única vez que estuvieron allí. Me van viniendo algunas imágenes nítidas de aquella extraña cena de nochebuena: por ejemplo, la lluvia detrás de los ventanales, la luz de un faro que se rompe y se reparte intermitentemente entre las gotas de los cristales, semejando las luces de un árbol de Navidad, y unos dulces envueltos en papeles de colores parecidos a las bolas de la abuela. Miro a lo alto por si veo una estrella, pero no, sólo encuentro una araña luminosa en forma de lámpara, o quizás el techo con filigranas donde no está el cielo.

La cena ha terminado, yo he bostezado y estamos ya subiendo a la habitación por las escaleras de la señora reina, a la que ya no veo tan seria. La saludo y me parece ver que me guiña un ojo, pero seguramente es que tengo sueño. Mi madre sube delante de mí, muy guapa, con zapatos negros de tacón de aguja. En la cena ha habido momentos en que ella estaba seria, mirando fijamente a la cristalera. Al entrar en la habitación me hace cerrar los ojos, y yo la obedezco. Oigo un taconeo, un ruido de papeles que se despliegan, quizás también una cerilla encendiendo lo que debe ser una vela. Abro por fin los ojos, y me encuentro la sorpresa: Mamá Noël ha dejado encima de la mesa un regalo empaquetado.

Pero no logro recordar qué regalo era porque, al lado, Mamá Noël había dejado la misma estrella rugosa de purpurina con unas cintas verdes, y la estrella brilla en mi recuerdo mucho más que el regalo.

@GaliaLenoir

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