“Navidad”, o la verdad de un viejo cuento

La tarde la dediqué a instalar con los niños el Belén en casa. Toda una heroicidad. Para los tan torpes, montar un Belén es desplegar un escenario de  pequeñas tragedias. Es una catástrofe de papeles mal cortados, de trozos de fixo arrugados y enredados en los dedos antes de ser aplicados sobre el panel de estrellas o sobre los bordes del papel que cubre el suelo, de rodillas machacando la pata de un cerdito o la esquina de un puente de palo, de un río cutre de papel de aluminio cuya única función es darle sentido al puente que acaba de romperse, de una cohorte de pastores cojos y mancos, y de una instalación eléctrica con más cables por medio que lucecitas titilando. Pero al final los niños se encontraron delante de un pueblo de casitas blancas medio alpujarreñas y medio palestinas, animalitos domésticos (los tigres y los dinosaurios no están permitidos), un castillo lejano y absurdo custodiado por soldados con cara arrugada, unas montañas con corteza de tronco, unos reyes montados a camello que atraviesan una zona con palmeras y sin verde-musgo (sintético, lo siento), labradores con guadaña, vendedores de fruta u hortalizas, forzudos con ovejas en sus hombros, mujeres de túnica vistosa con cántaros en las caderas, alguna abuela arrodillada con un canasto lleno de huevos, y en la esquina un establo con los personajes importantes, que son los únicos que no se pueden tocar sin permiso.
Es posible que la Navidad no tenga mucho que ver con la cronología histórica de Jesús de Nazareth. A los evangelios de Marcos y de Juan parece no importarles cómo nació y dónde nació Jesús, y prefieren comenzar con el bautismo en el Jordán. Es posible que la navidad sea un cuento que nos hemos ido contando de padres a hijos, pero me gusta la verdad de ese cuento. Si la verdad es que  Dios decidió insertarse en la historia de la humanidad en forma de criatura para no quedar olvidado en el Cielo, entonces tiene sentido ese saludo milenario: "feliz navidad". Así, sin más.

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