El encuentro.

La mañana estaba todavía envuelta en una tenue neblina húmeda de sol frío. Me ha llamado la atención un muchacho con un gabán beige y pantalón vaquero que venía desde el fondo de la calle en dirección contraria con aire de prisa, una carpeta en la mano y algo de preocupación en el gesto. He tardado unos segundos en comprender que era yo mismo, hace muchos años. Porque hoy es 18 de diciembre, y ese día yo me dirigía por esa calle a la Facultad a hacer mi primer examen parcial de la carrera: Derecho romano. Cuando íbamos a cruzarnos, él me ha mirado. Estoy seguro de que no me ha reconocido. He querido recordar si aquél día, al ir hacia la Facultad, yo me crucé con un hombre vestido con chaqueta verde y corbata, parecido a mí. Es probable, es casi seguro que sí, pero no puedo decir que lo recuerde.
 
Me ha dado un poco de envidia ese muchacho, con tanto recorrido por delante. Su reto, esa mañana, era no olvidar el contenido de la Ley de las XII Tablas, ni la función de los ediles curules y los pretores, ni el tránsito de la Monarquía a la República, y de ésta al Imperio, ni, sobre todo, los diferentes libros del Digesto de Justiniano, por los que preguntarían con toda seguridad según las quinielas de examen que circulaban por la Facultad. Una vez hecho el examen, que había preparado meticulosamente, ya estaría en vacaciones de Navidad, esa misma tarde cogería un autobús para Úbeda donde estaba mi familia íntegra y los amigos de la pandilla. Poco más sabía de mí mismo entonces. Ni siquiera sabía que esa noche nevaría en Úbeda, y que yo pasaría un buen rato mirando los copos de nieve a través de la ventana mientras sonase en el tocadiscos de mi hermano la banda sonora original de la película "El exorcista", de Mike Oldfield. Cuánto me ha apetecido pararlo, proponerle un café con leche y explicarle todo lo bueno y malo que iba a pasarle a partir de entonces, y decirle algunas cosas muy importantes que debería ir sabiendo ya sobre su propia vida. Pero él tenía prisa, porque iba con el tiempo apretado hacia su examen, que acababa de repasar por última vez después del desayuno. Además, ¿qué derecho tengo yo a cambiar su rumbo? ¿Para qué advertirle, para qué desvelarle cuáles iban a ser los cruces que iba a atravesar a partir de entonces?
 
"Suerte, muchacho", le he dicho. Seguro que él ha creído que me refería al examen. Seguro que ha creído que toda Granada sabía algo tan importante como que hoy era el día de su examen de Derecho romano, y que yo, un hombre que quizás de joven también se examinó de esa asignatura, ha querido ponerse en su lugar. Qué señor tan simpático, se habrá dicho, y en seguida habrá vuelto a su examen, y habrá reparado en que debe dar una última lectura a las aportaciones principales del jurisconsulto Paulus, por quien también suelen preguntar en el examen. Pero yo no me refería a su examen. Me refería a toda su vida. "Gracias", me ha contestado, sonriendo. Después de cruzarnos, yo he mirado hacia atrás. Él también se ha vuelto. Es posible que ese momento sí me haya reconocido vagamente, pero giró la esquina de la Plaza de la Universidad y yo he seguido mi camino. En la acera de enfrente había un viejo jubilado que ha contemplado la escena. "Suerte, amigo", me ha dicho.

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