Dispersión.

Hablamos de refugiados y de Cataluña, nos interesamos por el Eurobasket y el fichaje de nuestro equipo, trabajamos, discutimos con la hija el horario de vuelta, vemos una película en la televisión, leemos un rato, abrimos la ventana del ordenador con sus redes sociales dispersas y nos topamos otra vez con Cataluña y los refugiados, pero también con un refrán, con un insulto a un político, con la periodista zancadillera, con un bellísima fotografía, con un nuevo modelo de teléfono móvil, con Piqué o con el toro de Tordesillas. Apagamos el ordenador y reviven en la mesa papeles contingentes, como un recibo, un código abierto por el artículo 1.258, una lista de tareas para septiembre. Y objetos que conviven sin decidirlo, como un disco duro extraíble, un paquete de pañuelos, un cable molesto que se enreda, un tintero seco, una corona sueca.
 
Somos todo junto: un padre, un hermano, un marido, un ciudadano, un vecino, un amigo, un lector, un escritor, un usuario, un televidente, un fans, un deudor, un profesional. Todo junto, sin un horario nítidamente definido que separe y ordene tantas cosas que reclaman nuestra atención.
 
Es de noche. Suenan, todavía, grillos. La piscina va a cerrar este fin de semana. Los cursos van a empezar. Tenemos ideas, preferencias, amores, zozobras, manías, costumbres, aficiones. Propósitos. Impulsos desordenados. Pasa el tiempo y casi todo se va convirtiendo en memoria. Pronto será navidad.
 
Bendita dispersión que nos mantiene vivos. Bendita pugna por ordenarla y hacer de la vida un itinerario en el que la voluntad tenga algo que decir. Bendita memoria que sustenta nuestra identidad.

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