El argumento de la pobreza.



"Había un hombre rico, que se vestía de púrpura y de lino fino y hacía cada día banquete con esplendidez. Había también un mendigo llamado Lázaro, que estaba echado a la puerta de aquel, lleno de llagas, y ansiaba saciarse de las migajas que caían de la mesa del rico; y aun los perros venían y le lamían las llagas".  (Lucas, 16, 19-31).

 
El resto ya lo saben. Lázaro fue acogido en el seno de Abraham, y Epulón "fue sepultado". Y Epulón pidió a Abraham que le dejase advertir a sus familiares de lo que les esperaba si no se arrepentían, lo que no fue atendido: "Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se persuadirán aunque alguno se levante de entre los muertos".
 
Todavía recuerdo con nitidez el dibujo con que se ilustraba esta parábola en mi primer libro de religión. El rico gordo levantando un racimo de uvas sobre una mesa llena de desperdicios después de un gran banquete, y el escuálido Lázaro, al borde de la mesa, agachado, con gesto de pedir, mientras dos perros le lamían las llagas, que eran unas heridas horribles en rojo que salpicaban sus piernas. Un dibujo así se clava en lo hondo y no se borra nunca.

El relato evangélico es simple y directo: a uno le sobra lo que a otro le falta, y eso es injusto. Es el retrato de una realidad insoportable para una conciencia que no haya decidido deliberadamente encallecerse. Es imposible no compadecerse de Lázaro y no rendirse a la evidencia de que nadie tiene derecho a ser rico si al lado tiene a un indigente. La clave está en la cercanía: Lázaro está a unos metros de Epulón, y así como la temperatura de dos cuerpos tiende a equipararse si entran en contacto, lo mismo habría de ocurrir con la dignidad.

No hay que decir que el dibujo de Lázaro admite representaciones modernas. Una de las más ajustadas es la de quienes rebuscan en los cubos de basura las migajas de nuestro consumo. Eso que algún Ayuntamiento quiere reprimir con multas. Afortunadamente en nuestra sociedad hay una enorme gama de situaciones entre los epulones y los lázaros. Está la clase media, que se apaña con un presupuesto ajustado pero suficiente para vivir en una vivienda digna, para comer a diario, para comprar algo de ropa cada temporada, protegerse de las llagas o aliviarlas, pasar un rato agradable en un bar, ver películas y leer libros, viajar en verano y procurarse otros placeres cotidianos. Pero hay Lázaros excluidos de las redes efectivas de protección social (cada vez más limitadas), sin esperanza alguna de encontrar algún lugar donde admitan su trabajo a cambio de un salario, que dependen de una caridad que no siempre llega o que sólo ven la alternativa de algo parecido a la esclavitud si no se quiere probar suerte en la delincuencia.

La pobreza extrema es injusta. Es una enmienda a la totalidad de nuestro modo de organización social. Por eso una de las actitudes más revolucionarias es hacerla visible. Porque tenemos desarrolladas muchas estrategias para no verla, para conceptualizarla, para eludirla, para sujetarla con la etiqueta de lo penoso pero inevitable. Por eso son importantes los informes anuales de Caritas, las fotografías crudas de la indigencia urbana, las escasas películas cuyos protagonistas viven en lo hondo de la miseria, los documentales sobre la periferia de las ciudades, los curas que se desgañitan en la homilía pidiendo un esfuerzo para atender una necesidad a la que le ponen nombre.

Como dije en otra ocasión, todos los discursos de brillantes economistas y analistas financieros deberían acabar rindiéndose, día a día, con la insoportable realidad del sufrimiento de tanta gente que no tiene la culpa de haber caído en el lado malo. Ese sufrimiento del Lázaro que se lame las llagas y come las migajas que deja caer Epulón debería ser la guía de todo proyecto político honesto. Hay que conseguir que la pobreza produzca, al menos, una cierta mala conciencia, y para ello lo mejor es recordarla a quien no acostumbra a mirarla en su vida cotidiana. Quienes vivimos en esa zona cálida y protegida entre la pobreza y la riqueza, tenemos al menos la obligación moral de aceptar, o más bien provocar, una conversación sobre ricos y pobres. Uno tiende a olvidarse, a medida que va juntando uvas sobre la mesa. Hay demasiados discursos que legitiman esa injusticia como inevitable. La única política que merece la pena es la que se empeña en no hacer inevitable la injusticia. Si no miramos de frente a la pobreza, nos estamos acomodando de lleno en el lado de los ricos.

Después vendrán los discursos de la complejidad, los análisis sobre la ineficiencia de determinadas políticas de protección social mal diseñadas, la evidencia de que la planificación de la actividad económica puede generar menos riqueza colectiva que un mercado limpio en el que se compita para ganar dinero, e incluso las dudas sobre el límite soportable de la carga fiscal sobre las rentas altas y las fortunas. No estamos recién llegados, y ya vamos sabiendo que no basta con la buena voluntad para arreglar las cosas, y que la justicia rivaliza con otros componentes de nuestra naturaleza. Pero, entre las cosas que habríamos de tener definitivamente aprendidas es que la escena de Epulón y Lázaro debería presidir la sala más noble de un Ministerio de Hacienda, de un Parlamento, de cualquier institución financiera y de la sede de un partido político. Mientras tanto, mirémosla cada uno de nosotros y dejémonos interpelar por su enorme fuerza de convicción.

Y si esto parece una plática moral, pues pasen página y a otra cosa.

3 Respuestas

  1. Creo que los gobiernos en general deberían invertir menos en adornado de calles y más en protección social. Deberían imponerse el deber de estar al servicio de sus ciudadanos interesándose más por sus necesidades diarias.
    Tal vez así se darían cuenta de que cada persona que habita en su municipio tiene unas cualidades determinadas para acceder a un puesto de trabajo. Todas y cada una de ellas.
    O en su defecto a un salario que pueda contribuir a que forme parte activa en la sociedad y se sienta parte de algo importante.

    Incluso para los turistas sería más agradable ver una ciudad sin fisuras que contemplar el último grito en arquitectura.
    Excelente entrada llena de verdad

  2. "La única política que merece la pena es la que se empeña en no hacer inevitable la injusticia" Gracias Miguel

  3. Anónimo

    Mejor que la Juris Civil y que el Master; me quedo también con "La única politica que merece la pena…." Para pensar.

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