Los dos mensajes se cruzaron y llegaron casi en el mismo instante a las dos bandejas de entrada. La tecla de enviar se debió pulsar casi al mismo tiempo, y no sé qué pudo pasarles en los dos o tres segundos que transcurrieron desde el origen hasta el destino. Sin duda viajaron en forma de precisos impulsos eléctricos codificados, y es posible que se llegaran a rozar en algún lugar entre un servidor y otro: en Australia, o cerca de uno de los satélites. Por eso llegaron los dos, según supimos mucho después, desordenados y sin sentido, con anarquía de mayúsculas y de signos de puntuación, incomprensibles, rotos, como si se hubiesen arrepentido de sí mismos. Así fue mejor, porque los dos creímos que el otro, en vez de una respuesta con palabras, nos remitió su alma desordenada, descodificada, primaria, entera. Qué feliz malentendido.
Pero desde entonces, cada vez que recibo un mensaje me pregunto cuántos caos posibles lleva dentro, agazapados y reprimidos por el orden aparente de las palabras. ¿Cómo seguir escribiendo desde que uno sospecha que toda comunicación no es más que la equivocada solución de un jeroglífico? ¿Cómo seguir construyendo oraciones si en el fondo uno cree que el alma es un fugaz y voluntarioso viaje de ida y vuelta entre un desorden y otro? ¿Cómo seguir lanzando al mar mensajes guardados en botellas?
No sé de qué va esto, pero me gusta, escribes que da gusto leer.
Y ¿qué nos queda si dejamos de escribir esos mensajes?
Un texto precioso y sentido, Miguel.