Parecía invencible.



Septiembre llega sin empujar, ocupando por defecto el espacio de la derrota de agosto. Pronto despliega sus inevitables secuelas: tardes de casi tormenta, aire fresco, sol más oblicuo, atardeceres prematuros con bandadas de pájaros con dirección sur; pero también las primeras complicaciones en el trabajo, las prematuras claudicaciones de los propósitos de mejor vida, o el inicio de las clases de los niños.
 

Este fin de semana se rescinden los contratos de los socorristas. Las piscinas en seguida se van a llenar de hojas caídas. Las mismas hojas que hace un mes resistían achicharradas por el sol rotundo de la hora de la siesta. Parecía invencible aquella eternidad de gallos nocturnos, luna de agosto y sudor de mediodía. Y quizás lo era, pero nadie nos ha enseñado a los vivos quedarnos quietos para siempre, para siempre, para siempre en ese momento único (hacia el siete o el ocho de agosto) en que el año parece tomarse un instante de respiro antes de seguir en su fatigosa obediencia al calendario.

Y aquí estamos: vivos, es seguir, fugaces, en un mes frágil, insolente, empeñado en dar la espalda a su antecesor, que viaja ya también, como los pájaros, hacia el hemisferio sur, aunque allí se llame febrero.

 

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