Yo inventé Chat GPT

No les voy a cansar con las peinaditas y correctísimas respuestas de Chat GPT a mis locas o imaginativas preguntas. Eso ya lo han hecho muchos y, quien más, quien menos, ya se ha hecho una idea de lo que da de sí ese artefacto sintáctico y discursivo. Confieso que yo todavía no le he preguntado nada.

Ni le he preguntado nada, ni había escrito hasta ahora las palabras “Chat GPT” ni “OpenAI”, pese al brutal impacto que va a suponer sobre tantos ámbitos profesionales y sobre el proceso mismo de creación literaria. Dentro de muy poco tiempo, mucho menos del que pensamos los perezosos, demasiadas profesiones irán desapareciendo o transformándose en expertos manejadores de la herramienta, y demasiadas habilidades humanas empezarán a atrofiarse por no ser eficiente su empleo.

Pero verán, no es del futuro de la humanidad de lo que quiero hablarles ahora, sino de mí. De mí y de mis derechos. Porque desde que se anunció a bombo y platillo ese programa de creación de textos con el que media humanidad lleva jugando unos meses para entrenarlo y alimentarlo, yo he estado hablando con mis abogados. Y es que no todos los días le roban a uno una idea que va a cambiar la faz de la Tierra de arriba abajo, y era importante afinar en la estrategia para la reclamación de mis derechos.

Sí, me robaron la idea y la convirtieron en algoritmo. Ya sé que de entrada no me van a creer, pero mis abogados ya me han autorizado, por fin, a proclamarlo: alguien tuvo acceso a mis archivos, alguien descubrió mi invención, alguien debió pensar cómo y a quién venderla y, en 2015, Musk y Altman lanzaron OpenAI con una inversión multimillonaria sin tener la deferencia de ponerse en contacto conmigo. Eso es todo lo que sé, pero es suficiente, porque tengo pruebas. Contrataron a ingenieros y se pusieron manos a la obra para hacer realidad una idea que dejé diseñada cuatro años antes, en el verano de 2011. Cierto, no se publicó hasta 2016, en el capítulo XI de mi novela “Casa Luna”, titulado “Para huir de los lagartos”, pero ese capítulo, sin apenas modificación, fue escrito en el verano de 2011. Insisto, tengo pruebas.

Juzguen ustedes si aquí no ha habido una usurpación:

       “Sé, también que el próximo paso va a ser aún más desconcertante. Ya está lanzada la competencia para encontrar la forma más perfecta de componer anónimamente piezas literarias: ya puedo decir que Carlota me reveló que ella misma había participado en una fase de un proyecto terrible que va a acabar con el arte de autor, al menos en literatura, tal y como lo entendemos ahora, aunque imagino que lo mismo estará ocurriendo con la escultura, la pintura o la arquitectura, y desde luego la música. Hay ensayos de programas informáticos capaces de componer una escena, un personaje, un guion, una trama. El usuario lo único que debe hacer es elegir entre infinitas posibilidades preprogramadas: al fin y al cabo, inventar es ordenar de un modo inédito los datos que ya estaban ahí. De momento esos programas, en sus versiones más rudimentarias, son ya utilizados para encontrar variantes en guiones de teleseries, pero falta muy poco para que se decidan a dar el paso definitivo. Conseguirán un programa capaz de transmitir emoción o crear una literatura perfecta, a la altura de los lectores más exigentes. No tardaremos en acostumbrarnos a leer novelas extraídas por generación informática de un enorme corpus literario clasificado, tratado y preparado para infinitas multiplicaciones y combinaciones. Más aún: no es difícil imaginar que un día cualquier usuario se descuelgue de Internet el Programa para la composición de narrativa personalizada. Usted podrá hacer que Emma Bovary vuelva a serle infiel a su marido o, si lo prefiere, que antes de morir experimente un último momento creíble de ternura por su marido. Usted podrá incorporar una experiencia vivida o imaginada, y extraer de ella una novela, con tal de que sepa elegir los elementos de complejidad precisos, y que acierte con el tono. Podrá usted empezar por un golpe de inspiración: un rincón que se resiste al pintor de brocha gorda, un asesino limpiando la sangre del suelo, un tren llegando a la estación Termini.  Cada paso que dé en la escritura le abrirá un árbol de posibilidades que podrá ir recorriendo hasta que todo quede como usted lo habría podido escribir si fuese un gran novelista. Después de todo, yo todavía soy pura artesanía, una fase prehistórica de la era de la literatura industrial y digital: mis tres grandes novelas fueron escritas de puño y letra, o mejor aún, de viva voz, sin pasar por algoritmos.

       Pero la inmensa mayoría de los buenos lectores no buscan materia de estudio y análisis: buscan vivir una emoción. Habría de darles igual que el texto esté escrito a lápiz, a máquina, o que provenga de una poderosa máquina inteligente. Seguirá habiendo novelas mejores y peores, y seguirán existiendo los suministradores de palabras y descripciones. Habrá gente contratada para describir un árbol, una conversación, la nariz de una mujer, la desazón de quien acaba de saberse traicionado. Habrá acumulados millones de guiones en sus grandes líneas, y millones de millones de variantes posibles en cada tramo del guion. Ya existe esto con la pintura, aunque todavía, que yo sepa, del ordenador no pueda plasmarse en óleo o acuarela sin una intervención final de la mano de un habilidoso. El ajedrez es otra buena muestra de lo que digo: todavía hay algunos capaces de ganar al programa mejor construido, pero va siendo cada vez más difícil, porque la máquina ha adquirido toda la información que no cabe en el cerebro y ni siquiera tiene que tomar decisiones. Algunas de las aplicaciones informáticas que ya manejamos usualmente tienen más complejidad, más gigas de información y más resortes binarios en su seno: sí-no, 1-2, derecha-izquierda, tramando una red de posibilidades incontables. La música está hecha de siete notas musicales, la literatura se compone a partir de veintisiete o veintiocho signos, de tantas palabras como alberga un diccionario completo y de unas reglas sintácticas y gramaticales que caben en un librito y que generan frases con sentido. Un buen escritor conoce el diccionario, conoce la sintaxis, a partir de ahí utiliza su habilidad para escoger la conjunción de palabras que de la manera más acertada, más sugerente, más eficaz, recojan un suceso, un sentimiento o una imagen. Piensen en lo fácil que es construir con palabras la biografía de un personaje inventado: bastará con elegir opciones. Así, si el programa es bueno, las opciones posibles serán muchas más que las que un escritor puede imaginar en su mesa de trabajo. Pocas teclas de ordenador, por ejemplo, bastarían para construir un personaje que se llamase Luis Martínez Cendal, que hubiese nacido en Puente Génave, que se hiciera marino mercante ("para huir de los lagartos": eso ya requeriría más gigas...), que se casase con una canaria llamada Jacqueline, que emprendiera un negocio de turismo rural con las fincas recibidas en una herencia, en una casa llamada "Casa Luna" con patio de columnas, etc. Pocas teclas más darían un perfil suficientemente complejo de su vida y de su manera de ser. Y otras tantas acabarían conformando un personaje más o menos completo. Los retratos robot de la policía inventan caras humanas a partir de decenas y decenas de miles de rasgos incorporados a partir de los rostros que se han almacenado. Los videojuegos de fútbol generan partidos con tantas incidencias y resultados posibles como en un partido real, y permiten crear jugadores con habilidades y características únicas: todo está programado, todo parte de la información acumulada por el programa, sólo hay que saber extraerlo. Así son todos los procesos creativos. Así es también la genética: un número sorprendentemente limitado de genes que, por combinaciones azarosas (hasta ahora no elegidas) ha generado a toda la variedad de la especie humana en sus millones y millones de individuos: quizás Dios creó al hombre, nunca sabremos si no fue así, pero entonces yo imagino que se limitó a ordenar un genoma y dejarlo generar individuos. El arte no es otra cosa, y la literatura tampoco. Tienen un genoma relativamente simple”.  (“Casa Luna”, pp. 105 a 108).

       Más adelante, en el capítulo XXV (“El archivo”):

“Me asusté del proyecto de aplicación informática para escritura creativa del que ya les he hablado hace unos días, en el que quisieron implicar a Carlota: programas de ordenador para construir textos narrativos a la carta. Guardo las bases del programa, los objetivos, la metodología y algunos programas de ensayo, todavía demasiado toscos. En la carta que hace tres años Carlota dirigió al coordinador del programa, le dijo que desistía por haber comprendido que la naturaleza del proyecto era “perversa”: “la literatura –explicaba- se diferencia del ajedrez y de los atlas en algo que no sabría definirle, pero que la hace radicalmente resistente a cualquier algoritmo”. “Puede que esté equivocaba –concluía- pero no puedo soportar la idea de que algún día leer sea algo semejante a recibir rayos uva en una clínica de belleza, y escribir sea como conducir por una autopista o contestar un cuestionario: he dedicado mi vida entera a leer, y ahora no puedo traicionarme a mí misma”. Carlota quedó fuera del proyecto, pero estoy seguro de que no tardará mucho en comercializarse. Lo que no sé es cuánto tardaremos en enterarnos”.  (“Casa Luna, capítulo XXV, pp. 226 y ss.).  

No les voy a hablar de la otra idea, que aparece en este capítulo: el programa “Casual Conversations”: una muchedumbre ilegalmente expropiada de su silencio, de su reserva y de su pudor para alimentar la literatura artificial. “¿Para qué sirve una literatura que se limita a devolvernos lo que es nuestro, después de habérnoslo sustraído?”. No explicaré, de momento, en qué consiste ese Programa de Escucha Masiva y catalogación inteligente de conversaciones humanas, porque es delictivo y no quisiera acabar acusado como autor por inducción. Sólo quiero anunciarlo por aquí, modestamente, unos pocos meses antes de que las editoriales nos inunden con novelas perfectas y con programas de composición literaria nutridos con el mayor corpus de intimidad humana imaginable, que darán al traste con todos los cursos de escritura creativa y jubilarán a los autores a los que veneramos. La literatura IA fue una idea mía, y pienso llegar donde haga falta hasta que se me reconozca. Aunque sea al TCI (Tribunal de las Causas Ilusorias).

1 Respuesta

  1. Ana

    Miguel, supongo que tus abogados te habrán recomendado el gorrito de papel de plata, cuya eficacia está probada, desde hace algunas décadas, para impedir el robo de ideas por los extraterrestres. No te expreso las ventajas de su uso y utilidad frente a futuras ideas preclaras que te ronden y que pudieran intentar usurparte nuestros semejantes en adelante, puesto que seguro que eres, a estas alturas, menos imprudente con su publicación.
    Admitamos lo anterior, como punto de partida, porque yo te creo, pero quedaría por dilucidar, ante ese Tribunal que tan bien pinta si fue invención tuya, o si le robaste la idea a otros para escribirla como tuya o si tienes cierta capacidad de adivinación: Los abogados contrarios existen y te opondrán cualquier causa que invalide tus afirmaciones (sonrisas).
    Ana

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