Si el cuerpo de Jesús no hubiese desaparecido del sepulcro donde fue enterrado la tarde del Viernes Santo, el cristianismo tendría una "cosa" que adorar: un cadáver. Imagino la tumba, cada siglo más engalanada por generaciones que habrían querido dejar su huella. Imagino las peregrinaciones al Templo construido sobre el lugar. Imagino la exhumación y exhibición de los restos en fiestas especiales, y el poder del personaje que guardase la llave del lugar.
Pero no hay cadáver. Alguien o algo se lo llevó y no dijo a nadie dónde lo dejó, qué hizo con él, en qué se convirtió. Así el templo que se venera es la resurrección: la gran evidencia de una muerte sufrida e injusta, y a continuación un sepulcro vacío, unos discípulos que de repente cobran fuerza y se levantan con un ímpetu fuera de lo común. Sobre ese acontecimiento incierto y susceptible de tantas interpretaciones se fundamenta una religión que necesita a Jesús resucitado, es decir, vivo y no muerto. Jesús convertido en Cristo.
Como no tiene un cadáver, el cristianismo acumula reflejos, rasgos, intuiciones, recuerdos, experiencias compartidas. Su patrimonio espiritual es disperso, variable: se va formando por acumulación (tradición) y por definición (ortodoxia), pero no es una continua vuelta atrás (al muerto), sino una historia lanzada hacia adelante. A todo ese patrimonio, que es una forma de presencia de quien tanto dijo en vida pero se fue sin dejar cadáver, unas veces lo llamamos "Jesús resucitado" y otras veces "Espíritu Santo" sin quizás demasiada precisión teológica: no es asunto que importe demasiado en el día a día. Lo mejor de todo es que los cristianos no saben (no sabemos) a dónde mirar para encontrarse con Cristo. La resurrección sirve curiosamente para no divinizar a un cadáver y lanza al cristiano a buscar a Dios entre los vivos. Lo que queda de Jesús no está en un sarcófago, sino en una comunidad de creyentes. Es una de las fortalezas del cristianismo.
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by Ernesto L. Mena
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