Texto de la presentación de “Casa Luna” en Jaén, por María Dolores Fernández-Fígares.

Real Sociedad Económica de Amigos del País, Jaén.

Jaén, 14 marzo 2017.

Tengo la convicción de que en nuestra vida de seres humanos la ficción y lo real se mezclan de una manera que nos confunde con mucha frecuencia y nos despista en el camino de la vida. Pero no podríamos pasar sin ninguna de las dos: siempre hemos vivido de narraciones, hemos alimentado a nuestra imaginación con historias inventadas y con historias reales, con historias reales que parecían inventadas y con historias inventadas que parecían reales. Y esto sucede desde siempre y en todas partes. Antes de la escritura, antes de las artes plásticas, los seres humanos componían esas narraciones sobre las cosas sagradas, pero también sobre la vida de sus héroes y a través de ellas aprendían a vivir y a ser mejores.

Esta afirmación de la perennidad de la literatura puede servir de base para defender la pervivencia de los libros, o como llamemos a los artilugios que nos llevan y traen esas historias, que satisfagan nuestra hambre imaginativa.

(...)

Un buen día, cuando Miguel y Pilar esperaban a su primer hijo, nació su “afición” literaria, como un punto de giro en el relato de su vida: llegaba el momento de nacer como escritor, curiosamente a la vez que nacía como padre, como si empezara a devolver a la vida lo que había recibido. Concibió, si así se puede definir, su primera novela.

Nuestro autor no desdeña visitar con la imaginación los oscuros antros del poder, o de los negocios y contar lo que allí encuentra, pero hay una lectura dostoieskiana de tales miserias: siempre deja la puerta abierta a la redención, y hace que sus personajes rediman su impostura o su fascinación por el mal, insinuando que siempre hay un punto de fuga, un giro posible en los acontecimientos que reorientan el rumbo hacia lo que es más justo y verdadero. Y casi siempre, todas las formas del amor están presentes en esos momentos gozne que atraviesan sus personajes, una vez que se deciden a rasgar el velo que somete a la realidad a limitarse a “parecer”.

En el fondo, la literatura es un poco eso: jugar con las apariencias, disfrazadas de realidad, hacer verosímil lo que el que escribe extrae de ese maravilloso combinado de posos dejados por muchas lecturas y muchas vivencias, de observaciones y recuerdos. Y de paso, jugar con el que lee, seducirle, atraparle en las tramas, para que no deje de leer y al mismo tiempo establezca un diálogo con el autor, increpándolo, hasta comprobar que sus barruntos son ciertos.

Todo esto lo consigue Miguel Pasquau desde esa Casa Luna, que es un cortijo reciclado en casa rural, pero que mantiene todo el poder evocador del campo ubetense.  Y de paso, a través de su personaje principal, recrea el potente mundo interior de los novelistas, desplegando episodios, evocando sus estados de ánimo, sus juegos entre lo imaginado y lo vivido. Y lo consigue con una prosa exquisita, muy cuidada, densa en ocasiones,  ligera en otras.

Y el verano. En él se deja ver la influencia explícita del Jarama de su admirado Sánchez Ferlosio, evocando el color de los rastrojos “asándose en un fuego polvoriento y opaco”, cita textualmente. No cabe duda de que el verano es muy importante para nuestro autor, que ha titulado su segunda novela “Cuando siempre era verano”. Y en  “Casa Luna” dice cosas como ésta: “La mañana fresca con luz limpia y ángulos recortados de sombra, el mediodía fulminante, la tarde lenta, el atardecer amable, la noche sugerente de estrellas amigas y aviones que pasan. Gracias al verano podremos algún día decir aquello de “confieso que he vivido”. Seguro que ese título fue pensado en verano”.

He tratado de descubrir si además de Sanchez Ferlosio hay otros autores que aman el verano y ciertamente hay muchos: me encuentro con que J.M. Coetzee, el nobel sudafricano, del que Miguel es lector asiduo por cierto, puso “Verano” como título a la tercera parte de su autobiografía ficticia titulada “Escenas de una vida de provincias” en la que el autor ha muerto y alguien reconstruye su vida hablando con personas que lo conocieron.  Shakespeare también le consagró el sueño de una noche; Dostoyevski, escribió Notas de invierno sobre impresiones de verano (1863)  Edith Wharton, la amiga de Henry James,  con su novela titulada “Estío”, o Hermann Hesse con su “Último verano de Klingsor”, y el reciente del periodista Carlos del Amor, “El año sin verano”. Y todo a pesar de lo difícil que es según García Márquez hacer sentir al lector el calor veraniego.

Para Miguel, el verano es como su patria, a la que regresa cada Agosto para encontrarse con todo lo que le proporciona eso que llamamos felicidad.  Porque en ese tiempo se reencuentra con su familia, la sencillez de la vida tranquila y sobre todo escribe. Aunque cuando tiene una novela entre manos, que es casi siempre, es capaz de encontrar un espacio-tiempo para desarrollarla, aun en medio de las ocupaciones profesionales más absorbentes. Él mismo lo dice en “Casa Luna”: ”escribir no es una pasión irresistible salvo para algunos poetas extraviados, pero sí era una invitación continua”.

Cuando llega Junio es como si se fuera preparando para la gran epifanía, se va encontrando con esos personajes que fueron llegando a su imaginación a través de sus intuiciones y siente cómo interactúan entre ellos, como si se fueran reuniendo en torno al relato. Ellos también se prepararan para presentarse en el campo, en ese cortijo familiar, en la provincia de Jaén, rodeado de olivos, donde Miguel los recibe encantado y sorprendido a veces.

Debe ser ese trato casi íntimo lo que hace que nuestro escritor sea capaz de identificarse con esos personajes, incluso con los más malvados y abyectos, los trata con cierto respeto y siempre les deja una oportunidad para que saquen algo bueno de sí mismos. Ya lo decía Jorge Luis Borges: “La única manera de mantener vivos al héroe y a la novela es identificarse con el personaje. Porque si se escribe una novela larga con un héroe que se desprecia o al que no se conoce bien, la novela se romperá en mil pedazos”.

Me gustaría hablar de su novela, lo cual me va a resultar especialmente difícil porque no quisiera destruir esa maravillosa sensación que causa no poder dejar de leer hasta saber qué sucede, hasta dónde alcanza la impostura en la que vive Marcos Fortuño, su protagonista. Cómo puede pasar de la mentira a la verdad, cómo  afronta ese tránsito, qué ayudas se puede  encontrar, cómo a pesar de que las decisiones que ha ido tomando han sido suyas y las que debe emprender ahora también, nada hubiera sido posible sin la intervención de los otros personajes que, como sucede en la vida, van apareciendo en cada circunstancia y lo van acompañando.

“Casa Luna” es una obra maestra de intriga literaria, una fabulosa aproximación a un mundo editorial colmado de trucos en  el que nada es lo que parece, como si la ficción pura se hubiera apoderado del mundo editorial y lo hubiera sometido a sus extrañas leyes no sin haber pactado previamente con el mercado y la voracidad de la sociedad mediática. “Conozco demasiado bien los resortes de los fuegos cruzados que alimentan torticeramente la opinión pública. Sé que todo es mentira”, dice Marcos Fortuño.

Hay una frase de Stevenson que Borges cita cuando dice: “un libro tiene muchas cualidades, pero hay una sin la cual todas son inútiles. Esa cualidad es el encanto”. Pues bien, creo que esta novela, la tercera de Miguel Pasquau, seduce y encanta y creo que la razón está en que todos sus personajes están tan bien construidos, que uno siente que se está asomando a vidas reales, que existen o existieron verdaderamente, de tal manera que aunque el autor me dijera previamente que todo había salido de su imaginación y aunque le he preguntado varias veces que si tal o cual situación fueron vividas por él mismo o alguien que conociera y me ha dicho que en absoluto, que lo único que tiene en común con Marcos Fortuño es que ambos son profesores universitarios y escriben novelas. Pues a pesar de tales aseveraciones todavía me queda la duda de si todo lo que cuenta, y te tiene en vilo ha sucedido en realidad. Y por si esto fuera poco, hay matices en muchas situaciones, detalles nimios que admiten posibles desenlaces, que quedan abiertos, a merced de las sospechas que cada lector o cada lectora haya ido despertando.

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