Tan callando.

Vuelvo a casa de noche, pensando en mis cosas, después de un jueves con mucho más trabajo que placer. Busco el coche que había dejado aparcado por la mañana en una calle cualquiera que me regaló un espacio. La calle está cortada y hay una furgoneta de atestados con las luces azules de alarma. Dos policías miran al suelo, toman notas, hablan por radiocontrol. Miro al suelo, junto al enorme árbol que hay enfrente de la puerta de un colegio que está cerrado porque es de noche, y veo un casco, una zapatilla de deporte, trozos de plástico negro, el maletín de una moto, cristales pequeños, un retrovisor roto, algo de serrín en la calzada. Ha habido un accidente. Le digo al policía que parece grave, y me contesta con una sola palabra: "fallecido".
 
Me quedo mirando la zapatilla de deporte. Esa que calzaba alguien hacía un rato, con dirección a cualquier sitio, probablemente a su casa después de un jueves cualquiera. Todo indica que la otra zapatilla aún la calzaba el cadáver. Miro el casco que hacía pocos minutos protegía a quien estaba pensando seguramente en los planes para el viernes y se quedó a mitad de una calle sin semáforos, absolutamente ajeno a la suerte que le esperaba por un mínimo desliz, por un imprevisto, por un detalle inmensamente desproporcionado a las consecuencias que desencadenó. Me quedo pensando en quién habría el último que le dijera "hasta mañana", cómo se enteraría su madre de la noticia, qué apuntes habría en su agenda para los próximos días, qué mensajes de WhatsApp aún no leídos, con quién había quedado para este fin de semana, qué habría estado pensando esa mañana, mientras se afeitaba, sin saber que era la última vez que rascaba su cara con la cuchilla, qué última vana preocupación rondaba su cabeza antes de destrozarse tan cerca de un río Genil cuyas aguas corren y corren hacia el mar.
 
Cómo se pasa la vida,
Cómo se viene la muerte,
Tan callando.

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