Se puede ir por la calle con gafas de ver o sin ellas.
Si vas sin gafas, hay la tendencia de creer que a los demás que pasan a tu lado no les ocurre nada. Como a los rótulos o los semáforos: accidentes móviles de la ciudad de siempre. Tú y la ciudad, cara a cara, como si fueras el único, aunque contigo vaya todo lo que te ha pasado con otros allí.
Pero si vas con gafas y tienes ganas de mirar ya no ves gente, ya ves a otros. A otros que hablan, ríen, están serios, miran y escuchan, esperan, tienen prisa, saludan o despiden. Y si tienes tiempo y actitud para activar el zoom, entonces te topas con una feria multicolor de emociones transeúntes y de historias que están transcurriendo justo a tu lado.
Quien está en la esquina mirando el reloj, entonces, ya no es esa chica vestida con camiseta blanca de tirantes y falda roja, sino un enamoramiento de dos meses de vida. Quien se levanta de la mesa es una mala noticia de salud de hace dos días, que se cruza con el agobio de una factura inesperada o un saldo insuficiente en el cajero. Quién sabe si ese coche va conducido por una sensación de víspera, o más bien por la rabia de no haberse atrevido a decir lo que pensaba. Pide limosna una derrota, la da un azaroso remordimiento, o quizás un golpe de simpatía. Cruza la calzada una rutina pegajosa, y por la acera de enfrente baja, con ligereza, la alegría de cualquier "sí" inesperado. Hace cola, con mascarilla, el agobio de una agenda abarrotada, y detrás, la inquietud de quien no sabe que está embarazada. En el banco, a la sombra del árbol, se sienta el agudo recuerdo de un muerto reciente con quien se estuvo charlando hace poco, y quien le saluda es la satisfacción por la firma de un primer contrato. Corre la exaltación de una cita de buenos amigos, y casi se choca con el alivio por haber encontrado lo que se creía perdido. Un pensamiento hondo y antiguo, reconfortante, se detiene en un mirador.
Qué buena suerte es sentirse uno más, contingente, contemporáneo de todo lo que está sucediendo ahora. Hay un infinito en cada instante. En la calle hay gente, y en la gente hay vida. La ciudad se llena incesantemente de emociones, que la humedecen. Si te dejas, si eres capaz de asomarte, puedes sentir la inmensa profundidad de la ciudad interior, de la que formas parte. Estás vivo.
Qué bonito esto, Miguel. Me encanta, además, la fotografia.