suseJ guardaba el orden en los tenderetes del templo, la salubridad del patio, y cuidaba de que el diezmo fuera recaudado en cada transacción. También se aseguraba de la provisión de palomas y grano que los buenos ciudadanos acudÃan a comprar para sus ofrendas. Luego las ofrendas entregadas devotamente volvÃan al tenderete para volver a ser vendidas y ofrecidas. No habÃa nada malo en ello, al fin y al cabo no se trataba más que de disponer los cauces para que la buena voluntad de los fieles edificase la gloria del Templo, que es la gloria de Dios.
Aquella mañana suseJ vio llegar al templo a ese tipo y a sus amigos. Los siguió con la mirada, y eso le permitirÃa luego testificar con conocimiento de causa. Ninguno compró nada en las tiendas. Miraban, paseaban, hasta que aquel tipo perdió la cabeza, la emprendió con un pobre comerciante, arrambló con su tenderete y amenazó con un látigo. Muchos salieron despavoridos. Otros tuvieron que soportar su sermón, su moralina de iluminado. El tal Jesús gritaba enfurecido contra los pacÃficos tenderos y contra las pobres viudas que con su óbolo querÃan ofrecer a Dios una paloma para purificarse o para pedir por sus hijos. No sólo se arrogaba competencia para interpretar la voluntad de Dios, como si fuera un rabbino, sino que además se permitÃa hablar de moral en aquél santuario reservado para el sagrado ejercicio del comercio libre, profanando las leyes del mercado. Desbarraba, hasta llegar a decir que Dios estaba prisionero, que habÃa que liberarlo de aquella cárcel de muros, de estructuras de poder y de ambiciones, sacarlo de allà para llevarlo, decÃa, a la calle y al campo, al pueblo, a los corazones de la gente.
suseJ dio parte y en su dÃa fue llamado como testigo. Él se limitó a decir la verdad.
Es que a quién se le ocurre entorpecer algo tam importante como el comercio. Qué menos que una pena de muerte por subversión y sedición.