El 30 de enero se celebró el día de la paz. Es fácil imaginar los murales, los globos pintados lanzados al aire, las palomas, las banderas blancas y la multitud de niños asintiendo sin reparo alguno al sermón sobre la paz. Todo demasiado unánime. No hay que pelearse, es mejor compartir, los problemas se solucionan hablando, la guerra proviene del egoísmo y produce víctimas.
Esa unanimidad se disipa apenas termina el horario escolar. O la vida escolar. Luego viene la otra vida, en la que te regañan si se te ocurre, a estas alturas, pronunciar esa palabra tan manoseada: “paz”. Fuera de los colegios a esa unanimidad blanca e inmaculada la llaman buenismo, y si la conversación se prolonga un poco, suena la voz de Aznar arremetiendo contra el blando y claudicante “apaciguamiento”, ¿se acuerdan? (ay, cuánto daño hizo ese hombre). Y ahí se acaba la fiesta de la paz, porque hay terrorismo yidahista que mata a ciudadanos que están tomando café o disfrutando de un concierto, y porque si vis pacem, para bellum.
Probablemente tienen razón en este caso los otros, los belicistas. El discurso de la paz se ha quedado en el nivel colegial y suena a declaración de la ONU (que es como la maestra que entretiene a los niños mientras sus padres -madres incluidas- hacen lo que hay que hacer para que a sus hijos no les falte de nada), a encíclica o a preces en la misa dominical. Aquella superioridad moral de la paz se convierte pronto (al primer conflicto serio) en un algodón de azúcar. Y ahí están los ingenieros perfeccionando la técnica armamentística, ahí están los servicios exteriores colocando armas en el mercado internacional, ahí están los consorcios empresariales oteando conflictos en los que abrir mercados, ahí están los contables del Reino sumando la producción de la industria para calcular el PIB, ahí están las silentes unidades militares trabajando la defensa nacional y las páginas de los periódicos dando cuenta de las nuevas amenazas cibernéticas. Dejen la paz para los niños, que aquí estamos cuidando de usted...
Una humanidad blanca en los colegios y una realidad humana dura, difícil y belicosa. Ese es el panorama, ahí está la disociación que ha arrinconado el hace décadas poderoso discurso de la paz a los confines de la ingenuidad infantil.
No se confundan. No estoy defendiendo la cultura de la guerra, la realpolitik, ni el sincomplejismo que hoy parece ser hegemónico para una población de más de 16 años en esta materia. Es justo lo contrario. Lo que estoy defendiendo es la necesidad de un discurso de la paz más esmerado e inteligente, capaz de ganar batallas reales, y por tanto más complejo. Un discurso apto para disputar argumentos con el discurso de lo inevitable. Con la paz pasa lo mismo que con los derechos humanos: que por más que filosófica o moralmente lleguemos a concluir que en ellos está inequívocamente la superioridad moral, no hemos en absoluto alcanzado ninguna meta, sino que simplemente hemos iniciado la carrera. La paz, es decir, la renuncia a la violencia para conseguir lo que podría conseguirse con menos daño, e incluso la renuncia a ciertos intereses que sólo violentamente pueden conseguirse en una situación dada, la intensificación de cualesquiera otras formas de resolución de conflictos, pueden enseñarse con globos, pero luego deben trabajarse con fórmulas y algoritmos, con estudios históricos, con un periodismo crítico, con comandos de altos profesionales que saben de lo que tratan, y también con moralistas y filósofos adultos que sepan explicarse en medio de la complejidad.
Y algo más, aunque sea triste. La educación para la paz, aquel lema ilusionante de los años 70 y 80, ha fracasado estrepitosamente. Probablemente porque se ha ido a lo fácil: a los globos que elevan al cielo buenos deseos infantiles. Quizás es que en los colegios deberían ponérselo a sí mismos más difícil y ser capaces de transmitir a los alumnos que la paz es el empeño más difícil de la humanidad. También la salud es mejor que la enfermedad, pero no se cuida con buenos deseos. La naturaleza es una continua guerra de todos contra todos: el leopardo contra la gacela, la gacela contra el brote verde, el pino grande contra el arbusto achaparrado, las águilas contra los conejos. Si la humanidad quiere dominar su propia naturaleza y fortalecer una civilización algo más pacífica qu la generación precedente, tiene mucho y muy duro trabajo por delante. Mientras no se dé entrada al abogado del diablo de la paz, mientras no se advierta a los alumnos de que probablemente algún día se verán a sí mismos apoyando la lógica de la violencia, mientras no se muestren las razones por las que la paz tantas veces acaba perdiendo, si no se les hace reparar en que la hoja de la paz tiene un reverso muy complicado, los estaremos dejando indefensos frente a ella. Si quieres la paz, conócete a ti mismo.
by Ernesto L. Mena
by Agustín Ruiz Robledo
by Maria Ppilar Larraona