Chantal y Jean Marc son una pareja de adultos que se ama sin apenas quiebras. Ninguno de los dos se entiende a sí mismo si no es en referencia al otro. Cada uno puede tener varias caras, pueden reconocer atisbos en el otro de una personalidad diferente a la que está "dentro" del amor, pero su identidad se la da el amor: son verdaderamente como el otro les mira, y como miran al otro. Los amigos sirven para "ofrecer un espejo en el que el otro pueda contemplar su imagen de antaño", y para que así "el yo no se encoja, para que conserve su volumen", para conservar os recuerdos. Pero es el amor el que sujeta la identidad. Uno y otro lo viven así, y son conscientes de que, sin el otro al lado, no podrían seguir siendo quienes son. Aunque cada uno vive esa conciencia de manera diferente: Jean Marc, obsesionado con algunas ráfagas que en sueños o en momentos puntuales le muestran una Chantal diferente de aquella a la que ama, y Chantal sin saber gestionar una idea antigua, pero ocasionalmente recurrente, que le susurra que en la dispersión y en la promiscuidad es como uno puede encontrarse a sí mismo, y que el amor conduce al aislamiento.
Jean Marc da demasiada importancia a una frase dicha por Chantal para salir de un aprieto cotidiano ("los hombres ya no se vuelven para mirarme"). Lo dijo poniéndose roja, debido a un sofoco sin más importancia por desarreglos propios de su edad. Pero para Jean Marc los cambios de color en la cara de Chantal son signos importantes desde el día en que la conoció, y se hace preguntas sobre qué hay debajo de esa queja.
Chantal recibe un día la carta de un anónimo: "la sigo como un espía, es usted bella, muy bella". A ese anónimo siguieron varios, firmados por "C.D.B", algunos con contenidos muy sugerentes. Chantal acaba dando importancia a esos anónimos, que guarda en el fondo de su armario, detrás de su ropa íntima. Se equivoca dos veces sobre quién es su autor, hasta que acaba comprendiendo lo que el lector ya imagina mucho antes. Lo cierto es que esos anónimos y las reacciones de Chantal abren un espacio incómodo en la relación de la pareja, y ese espacio acaba haciendo estragos en una deriva de detalles magistralmente secuenciados por Kundera. Pequeños acontecimientos brotados de la cotidianidad, que acaban confundiéndose con experiencias inequívocamente oníricas. Sueños y realidad mezclados, en los dos, que producen una radical disociación de la identidad de ambos, en cuanto dejan de ser mirados por el amor del otro. Uno no sabe cuándo empezaron los sueños, en qué momento de todo ese desarrollo se pierde la realidad, quién es el que vive y quién el que sueña.
En la última escena, en la que ambos están despiertos al mismo tiempo, Chantal le dice a Jean Marc: "Ya no dejaré de mirarte". Y después de una pausa: "Tengo miedo cuando mis ojos parpadean. Miedo de que, durante ese segundo en que mi mirada desaparece, se deslice en tu lugar una serpiente, una rata, otro hombre". Y luego: "dejaré la lámpara encendida toda la noche. Todas las noches".Me costaría explicar por qué sin ese final no habría recomendado la lectura de esta buena novela.
Kundera basó su final visionario en unas durses letrillas flamencas que descubrió en la biblioteca de la Universidá de Colombey les DEux S,Eglises, colaboradora de las Hermanas Fernanda y Bernarda de Utrera:
No me vengas ahora
con martingalas,
lo que ya está ensendido,
nadie lo apaga.
El otro días te ví
bajá por la calle enmedio
y yo no te conosí.
Me da penita si te veo,
y si no te veo, doble,
no siento más alegría
que cuando me mientan tu nombre.
Jajajajaja.
Jajajajaja.