Cuándo hablar, cuándo callar.

¿Cuándo tenemos que disentir? ¿Cuándo no dar nuestra opinión es una cobardía? ¿En qué situaciones callar es una traición, y en cuáles no merece la pena objetar?
 
Conozco personas que se tomaron demasiado el serio el criterio evangélico de hablar "a tiempo y a destiempo" y que no pueden soportar ningún error pronunciado a su alrededor, como si la verdad sufriese cada vez que no es pronunciada. Y conozco a otras personas de criterio tan acomodaticio que son capaces de cambiar de bandera a mitad de frase en función de la cara de su interlocutor. Hay quienes confunden la integridad con la insistencia, y otros que no acaban de encontrar en toda su vida el momento exacto de decir lo que de verdad piensan. Unos ponen su pensamiento al servicio de una ideología a la que quieren servir como prosélitos, y acechan la ocasión de plantar su palabra, mientras que otros sólo son capaces de pensar así como conviene en cada momento para quedar bien, poniendo el pensamiento al servicio de sí mismos.
 
No valen lo mismo las palabras y los silencios según cuándo y cómo son pronunciadas o mantenidos. Ni sirven lo mismo las ideas según que estén traídas para dar respuesta a una pregunta verdadera, o que se enarbolen como un estandarte.
 
Callar, incluso como si otorgáramos, es a veces sabio: sobre todo cuando quien habla no es una persona en actitud de diálogo, sino una persona a un prejuicio pegada. ¿Para qué gastar la entereza de un pensamiento en escarceos de regate corto? La sinceridad no está reñida con la selección de los frentes de batalla. Sin embargo es verdad que la actitud contraria, la hacer de la verdad una cuestión íntima y privada, la de esconder una convicción por miedo a que sea discutida, la de firmar las tablas de antemano sin aspirar jamás a ganar la partida, es una deshonestidad intelectual.
 
La vida encuentra pocos púlpitos para que uno explique tranquila y concienzudamente su manera de pensar. La opinión ha de darse en entregas cortas, casuales, episódicas: una buena discusión, la hora de tomar una decisión colectiva, la toma de postura en un conflicto en tu entorno laboral o incluso familiar. A veces hay que pronunciarse, hay que optar, y hay que hacerlo ya, sin demora, de manera que no son posibles preámbulos ni exposiciones de motivos. Ahí es donde nos jugamos nuestra coherencia. Ahí es donde el derecho a discrepar y la libertad de pensamiento no tienen excusa. Ahí es donde siempre pierde el pusilánime, incapaz de decir lo que no va a agradar a unos o a otros.
 
Los demás discursos, los que predican con obsesión, corren el riesgo de tropezarse con las palabras que Sancho Panza le dijo a su sabio señor:
 
- "Señor, bien veo que todo cuanto vuesa merced me ha dicho son cosas buenas, santas y provechosas; pero ¿de qué han de servir si de ninguna me acuerdo?

 

2 Respuestas

  1. Es complicado decidir cuando hacer lo uno o lo otro, la verdad, para mí es bastante complicado porque por alguna dichosa razón siempre doy mi punto de vista, aunque nadie me lo pida.
    A nivel familiar o nivel general hay algo que no soporto y es cuando cualquier mala arte parece ser válida para despreciar a quien se odia -a veces sin ningún motivo sólido-, no soporto los chismes acerca de quienes no están y no se pueden defender. Sobre todo cuando van dirigidos a distanciar a las personas entre sí, de entre todas las conductas me parece la más ruin y la que termina con todas las buenas formas de esa educación tan necesaria para la vida en armonía.
    Saludos

  2. Estoy de acuerdo. La maledicencia es venenosa. Me encantó que el Papa Francisco propusiera que a lo que tenemos que hacer objeción de conciencia los cristianos es al ¡chismorreo!

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