El lío.

Seguimos con el lío que no cesa, pero seguimos sin discutir en serio sobre el lío, y por eso se lía aún más. Hablamos, sí, a este lado del Ebro, pero a ráfagas, como si nos cruzásemos twits, sin llegar a tejer una conversación. Hablan al otro lado con declaraciones institucionales y manifestaciones ilusionadas que enardecen un sentimiento aún no formalizado. Dos monólogos que se van enquistando, creciendo hacia adentro, por falta de espacios en los que cruzar razones, y también cruzar sentimientos, por qué no. Barceloneses en Madrid, cordobeses en Barcelona, bilbaínos en Tarragona, leridanos en Canarias, cuánta gente agradecería poder discutir sin el dramatismo que añade la inminencia de un escenario de declaraciones unilaterales de independencia, de alarmas de desmoronamiento o de suspensiones de la autonomía.
 
Seguimos con el lío que va a cansar más aún a algunos que no entienden a qué viene todo esto, y va a desilusionar a otros que han sido inducidos a creer que ha llegado el momento, pero un lío del que mientras tanto van a sacar provecho quienes parecen genéticamente programados para reinar en el espacio de la ambigüedad. Un lío que se lía y se lía, porque cada solución final que podamos imaginar beneficia a unos más que a otros, y porque nadie está dispuesto a rendirse un poco para no ser increpado como traidor.
 
Descartada dialécticamente la abrupta y desde luego injusta declaración unilateral de independencia, que sólo puede traer más frustración para unos y más enojo para otros, y descartada asimismo la opción tancredista de negar el problema porque no está contemplado en la ley (como si las leyes fuesen los únicos ojos de la realidad), nos quedan muy pocas alternativas sensatas, y todas ellas pasan por una reforma de la Constitución, con elecciones constituyentes y un referéndum en toda España. Claro que sí, digámoslo ya de una vez, sin esperar a que los precipicios se hagan posibles.
 
No es sólo cuestión de diálogo y negociación, sino también de enfrentamiento racional. Discutir, por fin, decir lo que queremos. Discutamos ya sobre qué hacer con la lengua en un Estado de pluralidad lingüística, discutamos de financiación y solidaridad, y sobre el sentido de un verdadero derecho a la secesión (no a la autodeterminación, porque las partes no pueden decidir cómo es el todo), con condiciones preestablecidas.
 
Discutamos esa reforma constitucional posible. Discutamos por fin, largamente, seriamente, y pasemos de la fase táctica de preparar posiciones antes del combate, y de jueguecitos ocultos para que el "enemigo" no se entere. Qué buen paso sería convocar esa reflexión constitucional de manera conjunta, en una iniciativa aceptada en ambas orillas del río Ebro. No para liar más el lío, no para ganar tiempo, no para demorar problemas esperando repentinos estados de opinión como por arte de magia, sino para enfrentar razones y argumentos sobre un problema que tiene que ver con la identidad de España, con su modo de ser, y con su frontera. Discutir, pues, constitucionalmente, un problema constitucional. Y acabemos con los juegos florales, los juicios de intenciones y el tacticismo electoral.
 
 
 

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