Reflexiones para después de un atentado.

"Condenar enérgicamente" los asesinatos terroristas de París es, por sumamente obvio, tanto como callarse. O quizás es menos, porque el silencio al menos deja un resquicio a la reflexión que no provocan las palabras gastadas. Quizás los políticos tengan la necesidad de decir lo obvio para que algún idiota no los acuse de complacientes con el terrorismo. Pero lo que un ciudadano cualquiera puede hacer ante acontecimientos tan abrumadores es buscar un ratito para sufrir, para compadecerse y para pensar.

 
Y para eso es bueno "contemplar" la escena, no sólo mirarla y remirarla. Identificar a los personajes. Ponerles cara. Conocer sus trayectorias. Ponerse en el lugar. Saber quiénes eran las víctimas,  para comprender que eran como nosotros, que éramos nosotros e indignarnos no sólo intelectualmente, sino de corazón, con sus muertes que nos parecen absurdas, pero más bien son injustas, absolutamente injustas (porque fueron ejecuciones decididas en frío). Las víctimas, es decir, los periodistas que provocaban con el instrumento del humor y del dibujo, y también el policía que acudió a defenderlos, o los ciudadanos que fueron a comprar a un supermercado. Y sus hijos, sus parejas, sus amigos.

 

 
Es más difícil saber quiénes eran los asesinos: sólo tenemos dos nombres, dos caras y un adjetivo: "yihadistas". Poco a poco irá llegando más información sobre cómo fueron reclutados, de qué miserias salieron, con qué doctrinas les convencieron del servicio que debían prestar. Es perfectamente legítimo no querer mirarlos, dejarlos detrás de la máscara de yihadistas en el momento exacto en que apretaron el gatillo y no querer saber nada más de ellos, pero también es legítimo incluirlos en la escena que estamos contemplando, interesarnos por lo que hay detrás de ese kalashnikov, y asomarnos a lo que hay debajo de esos asesinos. Seguro que sería desconcertante, porque entonces descubriríamos que alguna vez fueron niños queridos por sus madres, que fueron a la escuela y estudiaron lo mismo que nuestros hijos, que se hicieron adolescentes y se enamoraron, que les gustaban las mismas canciones que a los hijos de sus víctimas, que algún sábado por la tarde fueron quizás al cine, que sus vidas se parecían también demasiado a las nuestras, y que de pronto el sentimiento de identidad religiosa creció dentro de ellos desordenada y furiosamente y alimentó a un monstruo detestable capaz de empeñar su vida misma en matar a otros.

 

 
Los asesinatos de marca yihadista nos duelen, pero también nos desconciertan. No los entendemos. Responden a razones que nuestra cultura afortunadamente no es capaz ya de identificar (sí lo fue en otro tiempo: la Inquisición existió, con sus excesos). Forma parte ya de nuestra manera de ser y del suelo de nuestra civilización el que por mucho que hiera una opinión, aunque sea una blasfemia, aunque caricaturice lo que consideramos sagrado, aunque incluso se torne en ofensa o injuria, es una minucia frente al valor de la vida de quien la profiere.
 
Contemplar para comprender. El más inteligente e informado de los observadores acabaría "comprendiendo". Pero comprender a un terrorista no es perdonarle. Es claro que el terrorismo debe perseguirse, porque la expansión del yihadismo, sean cuales fueren sus "razones", es una amenaza cierta para nuestra manera de ser. En esa persecución hay que dedicar muchos esfuerzos, no sólo para ser eficaces, sino también para acertar y afinar. Esto también lo hemos oído muchas veces: el enemigo no es el Islam, sino su deriva fundamentalista. Mi amigo Alí, cabal e íntegro musulmán de fe y conducta, no se parece nada a ellos (ni en fe ni en conducta), y sí se parece mucho a mí. No soy un experto en la materia, pero sí tengo claro que en el Islam no está la semilla de la que el terrorismo yidahista sea un simple desarrollo, a menos que tuviéramos que reconocer que en nuestro evangelio estuviera también la semilla de los asesinatos de nuestros servicios de inteligencia o los crímenes en que se invoca el nombre de Dios en vano. Sería injusto. Por eso es importante no atizar la idea de guerra de civilizaciones cuando estamos hablando de terrorismo. Los conflictos culturales existen, pero se solucionan culturalmente. De lo que ha de defenderse con la fuerza, incluso con las armas, nuestra civilización, no es de otra rival, sino  de la violencia, de los atentados, de las extorsiones, de todo eso que llamamos terrorismo. Y, probablemente, en esa tarea, en la tarea de defendernos del veneno yihadista, el mundo islámico debería ser un aliado. Por eso me gusta el mensaje de quienes destacan que el policía asesinado por los yihadistas era musulmán. A partir de ahí, es decir, una vez que hemos echado de comer aparte a los violentos, podemos y debemos discutir vehementemente con quienes no aceptan en su territorio la libertad de expresión, la libertad religiosa, la igualdad de derechos civiles de la mujer, o el derecho inalienable de cada uno a su emancipación.
 
Los atentados de París nos han sacudido. Nos han movido a juntarnos alrededor de lo que nos define, que bien podemos llamar "Europa". Pero celebrar Europa es, también, comprender radicalmente que dentro de ella cabe el musulmán, siempre que el musulmán comparta y acepte que la sociedad no se organiza desde sus creencias, sino desde el pacto constituyente.

 

4 Respuestas

  1. Anónimo

    Pocas veces leí un texto que reflejara casi con exactitud la ebullición dentro de mi cabeza (casi: excluyo la justificación del uso de armas) Gracias.
    V.

  2. ¡Eso es todo una victoria!
    Gracias.

  3. Es un artículo brillante y esclarecedor. Gracias por explicar de una forma tan práctica que ser musulman y yihadista son cosas bien distintas; que los primeros caben en todas partes y los segundos no.
    Pese a que pensamos de igual manera, yo jamás tendría el intelecto de expresarme de la forma en que lo has hecho. Gracias por una entrada que pone todo en orden y nos devuelve paz.

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