Pregón de feria de San Miguel

Pregón de la Feria de Úbeda,
pronunciado el día 26 septiembre 2002.

Dignísimas autoridades y queridos paisanos:

Me he pasado mucho tiempo años eludiendo la invitación de mi buen amigo y Alcalde, Marcelino, para dar el Pregón de la Feria de Úbeda. Un año alegué unas oposiciones, otro año huí hacia ultramar, a Argentina, con la excusa de una invitación de la Universidad Nacional del Sur, y el año pasado le rogué a mi mujer que diera a luz a dos encantadoras mellizas para suministrarme una coartada perfecta. Tan perfecta que ya no tendría fuerzas para superarla, y por eso estoy aquí, a punto de acabar para siempre con la Feria de San Miguel.

La ocasión me honra y me halaga, aunque este honor pueda derrumbarse en estrepitoso escarnio si, como temo, no supiera estar a la altura de las circunstancias. Hace quince años pregoné la Semana Santa de Úbeda, y ahora voy a pregonar su Feria: es demasiado Pregón para tan poco pollo. No piensen que es falsa modestia. Es una sincera opinión sobre mi mismo que en seguida voy a explicar, como urgente y necesario contrapunto al cariñoso perfil que de mi ha esbozado nuestro Cronista Oficial, haciendo más de amigo que de cronista. Muchas gracias, Rafael. Pero verán. Soy ubetense. Eso significa que nací en Úbeda, que me crié en la Colonia del Carmen (una barriada que, por lo menos entonces, lindaba difusamente con el paraíso), que estudié en las escuelas de la Sagrada Familia y en el Instituto San Juan de la Cruz, dos centros de enseñanza de los que se puede presumir. Significa también que compré breas y pipas en los carrillos, que algún domingo fui a misa a la iglesia de Santa María, que Mary Baras me retrató vestido de primera comunión en su estudio de la calle Real, que jugué a los futbolines en el inmenso local de José María, y que, como media Ubeda, me limpié el dedo índice lleno de tinta en el poste de una señal que había al lado de la comisaría de policía cuando salí de plasmar mi huella dactilar en mi primer carnet de identidad. Es decir, que soy uno de vosotros. Ahora, desde Granada donde vivo, no paro de mirar a Ubeda, donde revivo cada poco tiempo, cada vez que puedo. “Úbeda” fue una de las primeras palabras que aprendió mi hijo Juan, nacido en Granada pero inscrito en el Registro civil de Úbeda, aunque es verdad que se empeña en decir “Núbeda”, en vez de “Úbeda”. Me casé en Úbeda con una ubetense (aunque, todo hay que decirlo, con mitad de sangre baezana) y es rarísimo que pase un mes entero sin que mis hijos vengan a Núbeda a ver a los tres abuelos que le quedan. Agosto, la Navidad y la Semana Santa transcurren en Núbeda. No me canso de pasear por los aledaños de Santa María y San Pablo, por el barrio de San Lorenzo, por los miradores de “puerto-banúbeda”. Conozco y distingo el aire de Úbeda en otoño, en invierno, en primavera y en verano, y cuando piso su campo me siento en tierra firme. Me gusta Úbeda y me gusta su gente. Pero a fuerza de estar ausente tanto lunes y tanto miércoles, uno está ya sintiendo que ha perdido el pulso cotidiano de muchas cosas de esta ciudad, su letra pequeña, su pan de cada día, casi casi convertido en un forastero de esos que llegan cuando el Santo ya está en la calle y se creen que lo han puesto ahí para ellos. Lo he dicho alguna vez: esto de “llegar y besar el santo”, esto de llegar y encontrarse la procesión o la Feria ya montada, sin víspera y sin postrimerías, es una pobre manera de vivir las cosas: cuando llegamos ya está todo listo y reluciente, pero nos hemos perdido las disputas sobre el programa de festejos, los camiones que van viniendo y desplegando sus lonas y artefactos de colores, los rumores sobre si vendrá o no el torero más popular... Y así, de golpe, con una experiencia cada vez más pobre de la Feria y de sus aledaños, uno tiene que pregonarla a quienes conocen su física, su química, su historia, su geografía, su lírica y su gramática mucho mejor que yo.

Además, sigamos poniendo las cosas en su sitio: el pregonero de este año no tiene sobresaliente en materia de ferias. He visto más películas de verano que estocadas en nuestra plaza de toros. Apenas he disfrutado del buen teatro que siempre vino a Úbeda; ni siquiera del chino, del teatro chino de Manolita Chén, porque me acuso de que no atravesé nunca sus cortinajes. De las atracciones y carricoches me quedé en el Látigo Macareno, la Autopista Barcelona, los Torpedos, el “Balansé”, las Olas, la Noria Sánchez, el Monstruo de Guatemala y la “Rumba Yé-yé”, pero no llegué a probar esos maravillosos artefactos que por poco dinero te torturan, te agitan, te sacuden, te voltean, te revuelven, te ponen al borde del pánico para después devolverte el alivio de pisar tierra firme. Ni siquiera, he de ser sincero, puedo dármelas de experto en vino y mujeres: así es, me duele decirlo, pero ni siquiera en los pecados de la feria fui tan audaz como me hubiera gustado, no ya por temple y virtud, sino por cobardía: mis primeros besos de feria no llegaron hasta el Corpus en Granada y aquí, atenazado por la mirada de tantos conocidos, y esclavo siempre del qué dirán, fui demasiado cauto a la hora de desentenderme con descaro y frescura de la pandilla o del grupo y esconderme en esquinas con perfumes nuevos o inesperados.

Pero, ¿saben?, en defensa de mi curriculum ferial diré algo importante: que fui niño en esta Feria. Quizás eso basta: en realidad, estoy convencido de que todo aquél que ha sido niño en una feria lleva dentro un Pregón. Lo difícil es la disciplina de convertirlo en palabras. Pero el material está dentro de uno: por eso, aunque el Pregonero crea estar retratando a la Feria, en realidad es más bien un autorretrato con entorno de feria.

Así que pregonaré la feria sin ponerme de puntillas, sin miedo a no alcanzar cotas líricas memorables, sin que importe que no sepa componer versos y que mi voz no atruene en este auditorio, sin pretender emular a otros magníficos pregoneros que pasaron por esta tribuna logrando remover con la palabra montañas de sentimientos y rescatando del olvido recuerdos y anécdotas de nuestra Feria que forman parte de nuestro patrimonio afectivo colectivo. Pero lo haré sin disimular algo que quiero decir en voz alta y, ahora sí, con todo el orgullo que me quepa: que “aprendí la feria” de manos de Juan Pasquau, el hijo de mi abuelo Juan, y el abuelo de mi hijos Juan, María y Pilar Pasquau Lope. Muchos de los presentes lo saben: Juan Pasquau, cronista oficial de Úbeda, fue también, muchos años, pregonero de la feria, aunque él se limitara a escribir el texto para que lo declamase con pompa y circunstancia la voz potente de Antonio Vico desde el balcón del Ayuntamiento. Así que, después de que una noche, obsesionado por el Pregón, soñara que encontraba en Internet una página web titulada “Taller de Pregones” en la que un letrero intermitente reclamaba mi atención diciendo: “Si a usted le han encargado un Pregón y no sabe cómo hacerlo, ha encontrado lo que necesita”, al despertar me dije que mejor sería entrar en el taller de Juan Pasquau y leer sus pregones, sus artículos en los sueltos del diario “Jaén” dedicado a nuestra feria, o los números de su revista Vbeda de septiembre y octubre. Y un torrente de evocación y de motivos literarios llegaron por esta vía. Aunque, ¿saben?, mi impresión es que en sus escritos de feria había tanta más literatura cuanto más se alejaba del real de la feria. Por lo general, buscaba casi siempre una rendija de la feria para hablar de otra cosa: de las vísperas, del calendario, de las edades del hombre, de Úbeda, del paso del tiempo, de la última barraca que quedaba, tenaz, aún después de San Francisco, del otoño. Quería hablar de San Miguel, pero acababa en San Juan de la Cruz. Escapaba en seguida de la alusión directa a la feria y sus tópicos. Quizás porque, pasada su juventud, tampoco él aspiró nunca al sobresaliente en ferias, hasta el punto de llegar a escribir en un golpe de sinceridad que en las ferias, como en los baños de mar, “de los cuarenta para arriba, no te mojes la barriga...”
Sin embargo, recuerdo que llegaba San Miguel y se empeñaba en que a nosotros, sus hijos, nos gustase la feria. Quizás porque le parecía que en el orden natural de las cosas está que los niños se diviertan en la feria. O, más aún, porque en el fondo pensase que la Feria, la auténtica, la de verdad, es para los niños. Así lo dijo en un artículo de feria de 1954 titulado “A lomos de la Feria”:

“ Todos los años hay chiquillos nuevos en la feria. ¿Quién es nueva, la feria o los chiquillos? Nosotros decimos que son los chiquillos, pero ellos están seguros de que la novedad está en la feria (...) Siempre igual, decimos nosotros; y ellos, los niños, no pueden comprender ese cansancio porque el espectáculo insólito de la feria les brinda una cabalgadura ideal para sus ilusiones”.

Pues por eso mismo, porque la feria es de los niños, cada vez que uno se acuerda de ella está recordando a quienes se la dieron cuando eran niños. Y por eso, también, este Pregón va dedicado a mi padre, y a aquella tarde del año sesenta y poco en que me montó en un tiovivo de los que se movían a empujones y me decía adiós con la mano cada vez que yo pasaba por su lado, mientras se fumaba distraidamente un cigarrillo y pensaba en sus cosas.

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Lo estamos notando desde hace algunos días. El aire ha cambiado, y los vientos ya no son tímidas cabañuelas de agosto, sino viento que parece venir de lejanías húmedas y humedades lejanas, viento de otoño acariciando el final del verano. Se acabaron ya los días luminosos, las tardes infinitas de agosto, el delicioso vacío estival de siestas y chicharras, la magia nocturna de estrellas fugaces y grillos. Incluso la lluvia, con ese sentimiento estético y nostálgico de las primeras lluvias de otoño, ya ha venido a visitarnos. Todavía están los ventiladores sin guardar en el trastero, pero ya se han sacado los calefactores. Ya las noches son más largas que los días. Hay hojas caídas en el agua todavía transparente de las piscinas y albercas. Significa, lo sabéis bien, que está a punto de empezar la Feria de Úbeda.

Porque en Úbeda, la feria y el otoño llegan a la vez. Es imposible hablar de nuestra feria sin glosar la luz oblícua de las tardes de San Miguel y de San Francisco, y el placer de enfundarse, al salir de una caseta, el jersey recién sacado de las profundidades del armario. Llueve y sale sol, sale el sol y llueve: no es difícil tropezarse con el arco iris en los días de feria. Aquí decimos que una Feria sin chaparrón y barrizales no es feria, aunque al mismo tiempo somos proclives a creer que el veranillo de San Miguel es un privilegio concedido por el Arcángel a su ciudad, permitiéndole una prórroga, una última gran ocasión de la temporada, prolongando aquí el verano más allá del equinoccio, justo hasta el día de San Francisco.

Alguna vez he caído en la tentación de añorar una feria vulgar y corriente de veranazo con seguro de sol y con nocturnos cálidos al aire libre, una feria como las de Baeza o Linares. No, no me miren como se mira a un traidor. Esa tentación la superé, igual que superé otro pensamiento insidioso que me complicó la vida, de niño, y que algunos van a entender: me daban envidia los tambores de las procesiones de mis vecinos y mis amigos. Sin duda mi procesión, la de Jesús, era la mejor, eso no estaba en discusión, pero eso de que no tuviera tambores... Pues la misma historia con la feria: la mejor de la provincia, sin duda alguna, pero de que se haya acabado el verano... Fue una acertada frase la que me hizo un día entrar en razón. “No tiene tambores porque no los necesita”, dijo alguien, y todo quedó resuelto: la envida por los tambores se acalló con la sensación de que mi procesión tenía otra cosa que hacía que sobrasen tambores. Fácil fue hacerse después el mismo razonamiento con la feria: “no tiene verano porque no lo necesita”: por sí sola se vale para, a pesar de su entorno otoñal, poner feria en el ambiente. Nada de la vulgaridad de las ferias achicharradas, Ubeda se reserva elegantemente para el final, y cuando todos los pueblos han gastado sus cohetes, cuando ya no les queda nada más que el languidecimiento hacia el principio del curso, Ubeda guarda aún el trueno gordo de su feria, como diciéndole a los otros pueblos, a Baeza, a Linares: “quien ríe último, ríe mejor”. No se hable más: viva la campanilla de Jesús Nazareno y vivan las ferias de otoño.

Así que ya vienen corriendo, mirándose de reojo para ver quién llega primero, el otoño y los Gigantes y Cabezudos. Estos sí, estos personajes sí que saben anunciar la feria, los enormes Gigantes y los tenaces Cabezudos, que recorren con descaro y ritmo de charanga unas calles más acostumbradas a acoger severas procesiones de Semana Santa. Llega el 28 de septiembre y ellos saben que esta es su hora, que en otoño les toca a ellos. Ahí están, nada más que para decirnos a todos que es feria

¿Habrá mejor Pregón que ese? Gigantes para que los vea todo el mundo y Cabezudos para repartir testarazos por lo bajito. Cohetes y música. La alegría de la víspera, del comienzo. Empieza la feria. Todavía no ha salido al ruedo el primer toro y los capotes están limpios y planchados. Los cajeros automáticos todavía no arden con fuego de números rojos y en las casetas ultiman los preparativos para la primera avalancha de clientes. Salen los Gigantes, y ya, de golpe, está Úbeda oficialmente de fiestas. Salen los Cabezudos, y se nos pone a todos la cara de feria. El pregón de los Gigantes es una convocatoria general. Me gusta, me enorgullece pregonar, junto con los Gigantes, una feria así: pública, civil, municipal. No es una feria de barrio, sino de la ciudad. No es una fiesta privada, sino pública. No está reservado el derecho de admisión, sino abierta a todo el que pase por aquí. Es una fiesta subvencionada por el Ayuntamiento, para procurar la diversión de todo el que se deje. No quiten importancia a esto. Permítanme que aproveche que tengo la palabra para decir que no soy devoto de la cultura de la subvención ni de la costumbre de la subvención, pero sí de la subvención de la cultura y de las costumbres. Reconozco que me gusta el modelo de Feria como la que nosotros conservamos: una Feria de todos y para todos, una Feria sin más apellidos que Úbeda y San Miguel, con su burocracia municipal, incluso con su concejal de festejos, encargado, como todo el mundo sabe, de recibir críticas a toda costa por ser incapaz de conseguir que septiembre tenga 31 días ni de negociar con el Instituto Nacional de Metereología el rumbo adecuado de los nublos y nubarrones de panza gris que acechan el valle del Guadalquivir los días de feria: son servidumbres del cargo.

Me enorguellece, pues, tanto, que el Ayuntamiento me haya dado el encargo de citar a los ubetenses para sus días de feria. Magnífica cita que hay que cuidar, conservar y mejorar año a año. Ahora está de moda en algunos ambientes pasar de Feria y preferir la diversión espontánea, la que uno se encuentra casualmente una tarde inesperada de un jueves de enero. Desde luego que están bien los placeres por sorpresa, los encuentros fortuitos, la improvisación. Pero ya que tanto nos citamos para tantas cosas, no está mal que el Ayuntamiento nos cite para divertirnos. Una cita que hace que se junten personas y atracciones, hambre y ganas de comer, en una mezcla que logra cambiar el aire de los días, convirtiéndolos en días de feria. Y también está de moda una especie de elitismo estético, rozando la intolerancia, que empuja a divertirse aparte, como si la feria, la diversión municipal y comunal fuese, bah, para los otros, para los borregos; es un esnobismo ridículo de gentes limitadas, gentes que hasta para aplaudir a un torero necesitan rodearse de otros que vistan y huelan más o menos como ellos. Para ellos, desde luego, no está pensada la Feria. La Feria, que no es un invento de antesdeayer, pone sus condiciones: quien quiera divertirse en ella, que no se desmaye si ve unos calcetines que nunca se pondría o si en cualquier lance perciben un efluvio de simple y vulgar sudor humano. Esas son las condiciones de la feria: sólo está prohibido delinquir; se permite cantar, sudar, combinar mal la camisa con el pantalón, ser feo, dar risotadas y masticar con la boca abierta. Sea usted, por favor, elegante en la feria; pero, por favor también, despreocúpese de la elegancia o inelegancia de quienes piden vino a su lado en la barra. La feria está llamada a juntar, y no a separar: que lo sepa todo el mundo. En los tiempos que corren hay que conservar esos espacios preparados para el encuentro que, como las plazas y los parques, puede que se estén perdiendo en un cierto modelo de sociedad y de ciudad. La feria es eso, pura ciudad, como una plaza o un parque que no son de nadie y que sirven para todos, un lugar que convoca y reúne, algo que evita que la ciudad acabe siendo poco más que un conjunto desintegrado de urbanizaciones privadas unidas alrededor de una gasolinera, una autopista, y un gran supermercado. Y eso es lo que hace que me guste que Úbeda tenga su Feria con mayúsculas.

Hablando de plazas y de parques, Alcalde, déjame que abra un paréntesis: este verano he paseado muchas mañanas por Ubeda, y algunos paseos cruzaron el parque del Alférez Rojas Navarrete y el mirador de la Cava. Mis hijas todavía no saben hablar, pero cuando pasábamos por allí me miraban como diciéndome: “papá, qué desastre”. Y yo les decía: “vale, os prometo que se lo diré al Alcalde: veréis cómo el verano que viene, los jardines están cuidados, los corredores estarán arreglados, las laderas no tendrán tantísima porquería, y este parque volverá a ser un lugar alegre”. Estoy seguro, Alcalde, de que no me dejarás por mentiroso delante de mis niñas...

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Pero sigamos.

“La feria, ¿de dónde es? ¿de dónde viene? He aquí su alegría errante, su trashumante encanto, su generoso peregrinar de pueblo en pueblo. Ahora viene a nosotros... Llega la feria, llega y pasa con su júbilo antiguo y remendado, con sus alforjas repletas de felicidades comunes. Llega y monta su “carpintería” de ilusiones y prende sus tapices ingenuos y arma sus efímeros retablos prodigiosos. Viene y congrega, al conjuro de su cuerno de oro, los fragmentos dispersos, náufragos de aquél mundo mejor de nuestra infancia olvidada. Llega e instala sus tiendas, al lado de estos afanes sin alas, de estas empresas opacas, de estos trabajos sin brújula en que los hombres de las ciudades y de los pueblos consumen sus energías a cada instante...” (Juan Pasquau, 1957)

La veíamos llegar en grandes camiones llenos de sorpresas. La veíamos llegar sentados en la valla que separa la Colonia del Carmen y la estación de autobuses, que entonces era el ferial. Eran los días mágicos de la víspera: cada tarde avanzaba más el montaje de cada atracción, surgía una tómbola o un carrusel, llegaban camiones llenos de torpedos, coches de choque, caballitos. O el circo, que entonces solía instalarse en la era grande que separaba la Colonia del Carmen de los chalets de San Rafael. Eso también era un espectáculo, ver cómo ese espacio habitual de nuestros juegos se llenaba de lonas, de elefantes de verdad, de leones enjaulados y caballos de crines largas, de payasos, de mástiles que se izaban altísimos, de música de mambo y de trapecistas.

Ese anacronismo de carretas, de circos y carricoches, es lo que distingue una feria, “fiesta ennoblecida por el tiempo”, de los flamantes parques de atracciones, y está bien que todavía sobreviva. Conservar algunos anacronismos es resistir a la uniformidad que en tantos órdenes de cosas se acaba imponiendo. En las películas, en la moda, en la comida. Nuestros adolescentes visten y comen como los de Oklahoma porque fabricantes, distribuidores y publicistas globalizados están interesados en la uniformidad. Los anacronismos, como la Feria, aunque se parecen unas a otras, son diversidad, conectan más con el pasado que con los centros en los que se decide cómo tenemos que divertirnos, qué música nos hará vibrar o en qué gastaremos nuestros ahorros. ¿Saben lo que creo? Que cuando estamos en la feria nos divertimos de manera parecida a como se divertían nuestros abuelos. Un abuelo no nos entendería ni mucho ni poco si le hablamos del rafting, del botellón, del chat, de la Champions League o de las motos acuáticas. Pero si era de Úbeda y decimos “29 de septiembre” o “4 de octubre”, seguramente se entendería al instante con nosotros. Aunque tengamos ahora automóvil, televisión, cine, internet, y centenares de discos en casa, todavía nuestros cuerpos se encienden con la simplicidad de la luz redoblada de las calles, con los decibelios redoblados del Ferial, con el movimiento artificial de cualquiera de los carricoches, con el alcohol moderado y el baile. La Feria es corpórea, física, material, grande; pero esa corporeidad, esas dimensiones, esa exageración barroca (no hay más que ver esos caballitos sobrecargados de lucecitas intermitentes) es probablemente lo que el cuerpo agradece en Feria. Una Feria a lo bruto, fruto de la época en la que el gran descubrimiento había sido la mecánica y la electricidad, antes que la electrónica y la informática.

La de la Feria, aquí creo que está la clave, es una diversión heredada. Se divierten nuestros abuelos dentro de nosotros. Nos divertimos nosotros porque nuestros padres quisieron transmitirnos un poquito de emoción al subir en un carrusel con luces y música. Y por ese instinto de supervivencia que hace que las generaciones tiendan a transmitir, como patrimonio de vida, aquello que recibieron de las anteriores, los ubetenses nos vamos dando la Feria unos a otros. Eso es la tradición, porque la tradición significa entrega, y no ranciedumbre. Puede que sea eso lo que explique la exagerada alegría, la cara de lelo que a uno se le pone cuando trae a la Feria a su primer hijo, y cumple con el rito de montarlo por primera vez en la carroza de vaqueros o en el camión de bomberos, y lo saluda entre sirenas y griterío cada vez que dan la vuelta y pasan a tu lado, donde tú estás un poquito emocionado recordando aquella tarde de hace apenas cuarenta años en la que tú estabas dando vueltas en el caballito y saludando a tus padres con la mano. Vueltas, vueltas y vueltas. La escena parece siempre la misma; pero no es que la feria envejezca, es que va dando vueltas, y uno a veces va subido en el caballito y otras saluda desde fuera.

Paisanos: vamos al Real de la Feria. Vamos andando, porque la tarde está algo fresca pero pide paseo. Hay iluminación de feria que compensa la prematura oscuridad de las tardes. Y hay animación en la calle. Se ven familias al completo, y pandillas, y parejas. Entramos en el Ferial por su puerta grande, y recorremos entre un enjambre de saludos el primer tramo, lleno de bazares, puestos de coco, de turrón y avellanas dulces, hasta desembocar en... Los Maños, donde es fácil que alguien proponga la indecente costumbre de empezar el itinerario con un vinito dulzón y un canuto de barquillo, así, de sopetón, en vez de una cañita de cerveza que es lo que en realidad está pidiendo el cuerpo. Cualquiera dice que no, debajo de la mirada de esos mozos que prensan la uva con sus pies mientras vigilan quién acepta y quién rehúsa. La primera en la frente.

En esa esquina ya se abren varias perspectivas. Al fondo, a lo lejos, están los carricoches, donde los niños, tras superar el susto inicial de los inmensos dragones y los monstruos mecánicos, se enredan en las luces de colores de los carruseles y se empeñan, no se sabe por qué ancestral costumbre que nadie se ha empeñado en transmitirles, en conseguir un algodón dulce, nebulosa inflada de color que, en la boca, queda reducido a una pegontosa y vulgar cucharada de azúcar puro y duro. Y donde los adolescentes se debaten entre unas cocacolas o un abono en los coches de choque para chocar con las que más quieren, a mitad de camino entre las poderosas atracciones mecánicas y la atracción poderosa de las chicas que a su vez se están debatiendo entre los chicos o las poderosas atracciones mecánicas. Esa mezcla de ruidos de sirenas, de la canción del verano ya un poco pasadita, de altavoces de tómbola y de faldas que se levantan un poquito con el viento o con el movimiento de la barca gigante descubriendo, o sugiriendo placeres todavía inéditos, esa es la feria de los adolescentes.

Pero si no hay obligación de ir a los carricoches, hay otros itinerarios posibles. Por una calle se ofrecen tómbolas vocingleras con premios de todo a cién, y modestos y silenciosos puestos de tiro en los que, si hay suerte, todavía será posible encontrar algún chicle de aquellos bazooka de tres pisos que se despedazaban con un perdigonazo. O stands un poco más modernos, en los que en vez de disparar perdigones se lanzan pelotazos al muñeco, o se tira de un hilo para ver qué cuelga de él. También hay ruedas de la fortuna con los barrotes trucados y, naturalmente, puestos de patatas fritas apetitosas elaboradas con aceites... sofisticados.

La otra posibilidad es adentrarse en la amplia explanada de las casetas. Eso significa que el vino dulzón de Los Maños va a revolverse con fino, o con cerveza y fino, incluso con algún gintonic cortito de ginebra, y hay que estar dispuesto a ello. No pasa nada, estamos en Feria. Te sientes agusto con ese amigo o esa amiga, o con esos tipos, la charla va saliendo animada, y las copitas van entrando armoniosamente, como empujando poquito a poquito la conversación y la cercanía con esa gente con la que has coincidido esa tarde. Si te entra hambre no hay problemas, porque haces una leve cola de quince minutos para sacar unos vales que te dan acceso a la barra, donde en otros quince minutos te escuchan para, en apenas quince minutos, traerte el plato de morcilla o el picadillo de chorizo. No pasa nada, porque mientras tanto se saluda a este y se pregunta a aquél por sus niños o por sus oposiciones y se mantiene una cordial conversación, a menos que el polvo, y el humo y el frío te hayan atacado ya y te hayan dejado afónico, que eso sí que es un suplicio, estar afónico en la feria. Luego se va a otra caseta, donde se saluda, ya con una efusividad algo exagerada, a un amigo del bachillerato o a las amigas de tu cuñado. Hasta puede caer un baile: alguien te dijo una vez que si son sevillanas y eres hombre es bien simple, no tienes más que mirar fijamente a los ojos a ella, que ella se mueva, y tú te apartas con gesto solemne y si es posible torero, para que ella no choque contigo en sus vueltas y revueltas, procurando rodearla de cerca, nada más. Si son rumbas, das un pataleo de cuando en cuando y alguna vuelta rápida con cuidado de no tropezar contigo mismo: nadie está demasiado pendiente de ti, así que no importa hacer el ridículo. Con un par de coplas ha cumplido uno, y tiene ya crédito para pasar otro largo rato charlando sin más. Luego sales de la caseta, y, claro, está lloviendo. Otoño y San Miguel están discutiendo allá arriba, y pueden sonar hasta truenos, porque los dos tienen carácter. Tampoco pasa nada. Se corre hacia la caseta de los churros, se sienta uno por fin, y qué bien sientan esos churros un ratito antes de marcharse a casa con la agradable sensación del deber cumplido, todavía con el eco en nuestras cabezas de esa efervescencia que es el ferial y que mi padre describía así:

“ De pequeños nos dicen en la escuela que no se pueden sumar las cantidades heterogéneas. Bueno, ¡que le digan eso a la feria! Sumen ustedes desordenadamente (aunque no coincidan las undades debajo de las unidades, ni las decenas debajo de las decenas), sumen ustedes los siete colores del arco iris, con las siete notas musicales; añadan cincuenta toneladas de ruido y cien de polvo; junten luego los chillidos de todas las mocicas que van montadas en las norias, con el olorazo a buñuelos de todos los puestos de chocolatería... Agítenlo todo enérgicamente y se habrá obtenido la feria” (Juan Pasquau).
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Termino, para que la feria pueda empezar ya. Lo bueno del Pregón es que se da en la víspera. Queda tiempo para seguir haciendo ganas de feria. Vayamos a la Feria decididos, y no resignados. Echemos dinero, pero sobre todo echemos ganas en los bolsillos. Puestos a pecar, pequemos por exceso, y no por defecto: vale más ilusionarnos, a riesgo de la decepción, que el fracaso seguro de los resignados que dicen: “bah, otra vez la feria”. Les aseguro que este año va a ser una buena feria. Tengo un buen argumento que les va a convencer: dicen que “mañanitas de niebla, tardes de paseo”, es decir, que lo que mal empieza, bien acaba: eso significa que esta Feria, por haber comenzado con un Pregón tan torpe, afónico y nebuloso, será, seguro, una magnífica Feria, no sé si de buen tiempo, pero al menos sí de buena cara.

Esperen un minuto más. No quiero acabar sin leerles una cosa. Es el último párrafo del último Pregón que escribió mi padre, hace ahora justamente veinticinco años. En él, no sé si presintiendo algo, todavía desde la orilla de los vivos, dijo que la Feria trae también a Úbeda a sus muertos. Ahora él está en la otra orilla y yo, desde ésta, quiero repetir sus palabras, porque las palabras siempre están vivas:

“La feria está aquí. Siempre antigua y siempre nueva. Con demasiados recuerdos para unos. Con tantas esperanzas para otros. Pero siempre, en Ubeda, San Miguel es un rebato para la alegría. Ahora como siempre, y ahora más que nunca, es precisa la alegría y el buen humor que desarruga los gestos y suaviza en agilidad los resortes del corazón. (...). En “San Miguel” el viejo campanón del reloj de la Torre de la Plaza, fundido en 1562 por Juan de Valavara, nos enhebra a todos, vivos y muertos, viejos y jóvenes, en una común alegría. Tanta alegría, que pueda ser capaz de ilusionarnos en una común empresa. Ubetenses: la feria ha comenzado: ¡Música!”

Muchas gracias.

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