¿Por qué, entonces, estoy preocupado?

Soy un producto de un tiempo y un espacio privilegiados:  la Europa de la segunda mitad del siglo XX. Y me siento muy agradecido. Vengo de pueblo y de una familia de clase media, pero tengo trabajo digno, uso mi libertad de movimientos, de opinión y de expresión, vivo en mi propia casa, tengo cubierta la asistencia sanitaria y mis hijos están recibiendo una educación muy solvente sin esfuerzo económico por mi parte. He podido dedicar muchos años de mi vida, gracias a un sistema de ayudas que me ha llevado en volandas (enseñanza gratuita, becas, Universidad pública, buenas condiciones laborales) a estudiar sin tener que vender helados por las tardes, a prepararme con buenas expectativas de poder llegar a puertos previsibles y a perfeccionar mi trabajo profesional, y ahora disfruto de un nivel de vida confortable con un poder adquisitivo adaptado a mis discretas y moderadas aspiraciones. Puedo pasear tranquilo, conozco espacios informativos saludables y plurales, vivo en una ciudad con parques, iglesias, plazas, transporte público y Universidad, me beneficio de avances tecnológicos, científicos, médicos, comunicativos. He podido ser fiel a mis raíces y asentarme en un lugar en el mundo lleno de referencias que aprecio. He podido formar una familia. Puedo ver buenas películas, escuchar buena música, leer buenos libros, hacer algún viaje. Tengo derecho de voto, ninguna sanción podría recibir por criticar en público la decisión de un gobernante local, regional o nacional, puedo acudir a un tribunal si creo que se ha vulnerado uno de mis derechos, y vivo sin miedo. Se diría que soy un beneficiario del sistema. Aún más: se podría decir que respondo al perfil del ciudadano al que se aspiraba en no pocas revoluciones y empeños políticos europeos de liberación respecto de poderes arbitrarios o estructuras injustas. Si todos vivieran en las condiciones en las que yo vivo, habríamos alcanzado muchos de los objetivos por los que tanta gente dio la vida.

¿Por qué, entonces, estoy preocupado?

No lo estoy por mí. Ya digo que no tengo miedo y que mi vida se parece bastante a lo que he querido que sea. No temo por mi futuro: las cosas podrán irme a peor, pero apenas hay tiempo para que vayan al desastre. Si me preocupa la deriva del siglo XXI no es por mí: es por mis hijos, y es por los otros.
 
Debo a un pensamiento cristiano heredado y reciclado lo que también puede recibirse de otras tradiciones culturales: la radical objeción a un sistema que produce víctimas, y que las produce en serie, sistemáticamente, como efecto necesario de su modo de funcionamiento: no hay mejor teología que la de las víctimas. Yo no soy una de esas víctimas, yo he caído en el lado amable, y por eso no experimento una urgencia vital de cambiar las cosas, pero querría contribuir a que cambiasen a favor de los últimos y los penúltimos. No me molesta que haya ricos o muy ricos, acepto sin ninguna frustración quedarme fuera de algunos circuitos en los que se mueven gentes más poderosas, pero sí me conmueve, cuando logro abrir los ojos (es decir, el corazón), que haya pobres. Me conmueven no sólo los refugiados, los inmigrantes desarraigados, los presos, los famélicos o los represaliados, sino también quienes viven en mi ciudad sin perspectivas, quienes tienen que pelear por un trabajo con un sueldo mísero, quienes llevan años alejándose del mercado laboral porque apenas tienen nada que ofrecer que sea comprable. Me conmueve quien tiene que medir, contar y pesar con márgenes tan estrechos que a casi todo tiene que decir "no puedo", quien está agobiado porque no puede pagar su deuda y puede perder la vivienda, también quien se dejó llevar confiadamente por las poderosas solicitaciones de la publicidad y del consumo sin calcular que el tablero podía cambiar y quedarse sin gasolina, y quien se acuesta pensando que no puede ayudar a sus hijos más allá de darles de comer, y luego comprueba cómo hay tantos que sin más mérito viven en el lujo con márgenes kilométricos de seguridad. No me siento culpable, pero sí concernido: no es justo que aquí al lado haya un sufrimiento que podría evitarse.

También me preocupan mis hijos. Ellos van a tener que pelear de otra manera. Ellos van a ver, me temo, cómo el riesgo de "quedar fuera" no es un entelequia sino una probabilidad que no dependerá sólo de su trabajo, sino más bien del azar. Y verán cómo será tan difícil encontrar modos de vida decentes, y cómo para acercarse a ellos deberán vender más tiempo, más dignidad, más raíces y más obediencia a cambio apenas de nada más que un salario. Vivirán, si esto no cambia, pendientes de los insuficientes botes salvavidas por si el barco se hunde, y quizás alguna vez tendrán que dar codazos para no quedarse fuera. Es posible, incluso, que vivan con miedo: a perder lo que tienen, a no conseguir nunca lo que quieren. Quien sabe si, para ellos, la palabra "familia" sólo sea una cosa del pasado y no la entrevean en su futuro. Quién sabe si para ellos la crisis ecológica no sea un coloquio de científicos o un hábito tranquilizador de reciclaje, sino una amenaza real para su vida cotidiana, o para la de sus hijos.

Son los otros y son mis hijos quienes me hacen apostasiar de los dogmas de este siglo XXI que ha optado por perseguir como principal prioridad política la descomunal acumulación de capital en grandes corporaciones como condición para poder competir; que va rompiendo, derrota a derrota, el pacto social sin el que los pactos políticos son apaños con víctimas abandonadas; que va eliminando poco a poco la justicia social de la agenda política y parece emprender el camino de vuelta en la tensión por los derechos humanos apenas suponen renuncias o gastos, y que reduce el universo moral a un "nosotros" cada vez más pequeñito y más identitario.  Tal vez la deriva no es irreversible, porque mucha gente estaría dispuesta a un cambio de rumbo, pero encuentro que los instrumentos que creíamos eficaces para cambiar los rumbos (¡la democracia!) han quedado, de pronto, tan anacrónicos como una máquina de escribir o una cámara fotográfica analógica. Nada de esto me conduce al pesimismo, pero sí a la preocupación y, quizás, a una estéril agitación moral e intelectual que no es capaz de transformar nada. Simplemente, procuro dar prioridad a lo que tiene que ver con la pobreza (de los demás) y al futuro (de mis hijos), aunque eso a veces me fuerce a mirar contra la corriente que se empeña en fluir sin saber bien hacia dónde. ¿Me estaré haciendo viejo? ¿Son los primeros síntomas de un conservadurismo? A veces pienso que sí, que el siglo XX merecería un dique conservador que protegiese sus mejores conquistas de la intemperie del postcapitalismo más audaz. 

4 Respuestas

  1. Genial como de costumbre, Miguel. ¡Ojalá fuera postcapitalismo! yo lo llamaría capitalismo feroz.

  2. Coincidimos en tanto… Salvo que gasto cada mes mucho por los colegios de mis hijos, y que opino que buena culpa de lo que tu temes es precisamente querl como nos hemos criado en volandas… Así ahora somos incapaces de protestar de verdad, damos por hecho el kafkiano sistema de nuestra triplicada administración, y esperamos que el estado sea quien nos eduque… Yo por lo pronto les vamos a dejar a los míos un huerto y una granja. Inglés y alegría. Alguna casa y que espabilen que ya ne quiero retirar de este bodrio. ��

  3. ¡Identificada!. Comparto en facebook. ¡Gracias!

  4. Al hilo de nuestra pertenencia europea te recomiendo el programa de Radio Clásica "Música y pensamiento" sobre la filósofa Agnes Heller nacida en Hungría en 1929 (http://www.rtve.es/alacarta/audios/musica-y-pensamiento/musica-pensamiento-agnes-heller-08-06-16/3627458/) asequible también en los podcast de la emisora. En estos tiempos en los que "son muchos los pecadores que se usan, y son menester infinitas luces para tantos desalumbrados" que se dice en el Ingenioso Hidalgo (Cap. LXII-2ª Parte) yo me confieso pecador y desalumbrado.

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