Otra austeridad es posible

La austeridad no es el problema. El problema es la desigualdad.
 
Más exactamente, el problema es la desigualdad programada: no para fastidiar al débil, pero sí como una pieza del engranaje que permita "seguir creciendo". Porque ya no podemos no darnos cuenta de que el "nuevo" orden económico internacional, diseñado hace un par de décadas, consiste en soltar el lastre de la financiación del bienestar, entendiendo por bienestar la universalización (o globalización) de unos niveles de calidad de vida que satisfagan lo que consideramos "digno" de un ser humano. Eso es lo que está pasando en esta Europa que regula al detalle las etiquetas de los yogures pero desregula conscientemente las grandes decisiones económicas, y en la que parece que nos hemos rendido a la "evidencia" de que el modelo de imposición fiscal fuerte para financiar políticas sociales es "ineficiente" y poco competitivo. De manera que, en definitiva, no hay más política social que el "crecimiento" económico. Y por tanto, como quien "tira del carro" es la inversión de capital, todos los esfuerzos "reformistas" se dirigen a  reducir los costes (laborales y fiscales) de la (gran) empresa capaz de competir en los mercados externos, en vez de mantener a la mediana y pequeña empresa y sufragar costosas políticas de salud, de educación pública, de pensiones, de dependencia, de vivienda social, de atención a las bolsas de miseria, etc. Esta es la tarea encomendada a los Gobiernos: crear las condiciones que permitan que el capital obtenga beneficio, para que así genere empleo y, por tanto, inserción social. La injusticia, la pobreza, incluso la pobreza extrema, no serían sino una variable de ajuste, algo así como un necesidad del sistema: lo que nos dicen, y casi nos convencen de ello, es que si nos empeñamos en erradicar la pobreza, en vez de en fomentar la riqueza, acabaremos todos en la miseria. Estos son los nuevos dogmas, y todo el que ponga reparos será llamado visionario, iluso, cándido, o simplemente ignorante.
 
Lo triste es que en tablero de juego actual tienen razón. Pero tienen razón porque han hecho trampas. Las economías sociales de Europa en el siglo XX fueron posibles gracias a la entereza de los Estados, que disponían de resortes jurídicos, monetarios y aduaneros para imponer costes al capital nacional: impuestos y protección salarial. Tales costes constituían la base de nuestro "pacto social", pero comenzó a resultar gravoso. El desmontaje de los límites del Estado a la actividad económica fue una operación en la que liberales y socialdemócratas contribuyeron a la par, sin que esté claro que fuesen conscientes de que la intemperie nos llevaba a la tiranía de los mercados financieros y de las exigencias del capital, cuya lógica ha impuesto lo que unos denominan "reformas" (de un Estado ineficiente) y otros "recortes" (del Estado social). Está claro que si el capital ha dejado de tener fronteras, ha dejado también de ser posible imponerle trabas y gravámenes sin perder competitividad, y por tanto inversión, y por tanto trabajo y prosperidad.
 
De manera que ahora la receta está cargada de lógica: austeridad en el gasto público, adelgazamiento del Estado y facilidades a la inversión privada. Lo que significa que la democracia tiene menos contenido, porque el ámbito de decisión de gobiernos y parlamentos se ha contraído en favor del libre ajuste de los acuerdos económicos entre quienes tienen fichas para jugar. La tierra prometida es un señuelo que cada vez consuela a menos gente: un futuro en el que la libre competencia universal generase una ola de prosperidad que por fin llegue a los niveles más bajos de las sociedades. ¿Seguimos teniendo fe en ese dogma, después de la experiencia de esta década?
 
No sé si existe o no esa Arcadia, pero sí estoy convencido de que, si esto no se corrige, el futuro inmediato será el de una sociedad definitivamente injusta y segregada, "sin complejos socialistas", en la que una minoría privilegiada podrá derrochar en un consumismo que potenciará el crecimiento de sectores económicos de escasísima utilidad social (productos de lujo) junto a la economía de subsistencia de una mayoría social francamente preocupada por salvarse de la pobreza y marginalidad, aferrada acaso a la pequeña propiedad de una vivienda, y a un trabajo precario.
 
De nuevo la única solución es la democrática. Yo creo firmemente en una "austeridad democrática" y en una economía sometida a autoridad. No me refiero a la "planificación" soviética, sino al máximo rigor en la gestión del dinero público, el acierto en la selección de los objetivos que merezca la pena financiar o fomentar, y a la energía política (apoyo democrático) en su persecución. Austeridad en el gasto corriente de cargos y organismos, austeridad en el déficit para no hacerse dependiente crónico de los préstamos bancarios, pero un reparto democrático de la escasez, de manera que el dinero público no se destine a favorecer la expansión de las empresas que generan productos inalcanzables para la mayoría social, sino a propiciar unas condiciones de vida dignas. Para ello sería necesario abandonar las promesas demagógicas de prosperidad inmediata para todos, y asumir más bien un discurso duro que no acabo de ver en las propuestas de ningún partido: un discurso que preparase a las sociedades civiles para una "resistencia" durante un tiempo. Por "resistencia" me refiero a que los ciudadanos fuésemos llamados a aceptar severas limitaciones económicas a cambio de fortalecer los servicios públicos que, fuera del mercado, satisfagan las necesidades realmente básicas, como son la educación, la salud, la vivienda, la jubilación y la dependencia. Ello requiere audacia democrática, y exige como condición indispensable que los gobiernos de cada vez más Estados estén dispuestos a coordinarse para cambiar las reglas de juego a nivel supraestatal. Porque no, hoy David no puede ganar a Goliat. Hacen falta muchos David.

Yo sí creo que hemos vivido por encima de nuestras posibilidades. Pero no por lo que hayamos gastado en educación, salud y pensiones, sino por adoptar desaprensivamente un modelo de vida en el que es normal cambiar cada tres años de coche, cada cinco meses de móvil, cada año de zapatos: ese consumismo que ha enriquecido a vendedores y prestamistas no nos ha hecho felices y nos ha endeudado; todavía nos quedan años por pagar una voracidad consumista que fue inducida y fomentada por los mismos que ahora nos regañan. El resultado es que estamos cambiando un  Estado del bienestar fundado en unos servicios públicos de calidad, por un Estado volcado en dotar de poder adquisitivo a ni siquiera dos terceras partes de la sociedad a cambio de dejar en la cuneta a una tercera parte. Los excluidos harán bien, entonces, en reventar el tablero en el que no pueden jugar. ¿Quién podría reprochárselo?

Para eso, y para poco más, es para lo que puede servir la democracia en materia de política económica: para que los centros de poder económico lleguen a comprender otra vez, como hace cuarenta o cincuenta años, que les merece la pena renunciar a márgenes de beneficio para que la insatisfacción popular no les estropee la comodidad de los escenarios en los que se mueven.

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