“Laudatio si”: de la retórica a la conciencia.

"Quisiera advertir que no suele haber conciencia clara de los problemas que afectan particularmente a los excluidos. Ellos son la mayor parte del planeta, miles de millones de personas. Hoy están presentes en los debates políticos y económicos internacionales, pero frecuentemente parece que sus problemas se plantean como un apéndice, como una cuestión que se añade casi por obligación o de manera periférica, si es que no se los considera un mero daño colateral. De hecho, a la hora de la actuación concreta, quedan frecuentemente en el último lugar. Ello se debe en parte a que muchos profesionales, formadores de opinión, medios de comunicación y centros de poder están ubicados lejos de ellos, en áreas urbanas aisladas, sin tomar contacto directo con sus problemas. Viven y reflexionan desde la comodidad de un desarrollo y de una calidad de vida que no están al alcance de la mayoría de la población mundial. Esta falta de contacto físico y de encuentro, a veces favorecida por la desintegración de nuestras ciudades, ayuda a cauterizar la conciencia y a ignorar parte de la realidad en análisis sesgados. Esto a veces convive con un discurso 'verde'. Pero hoy no podemos dejar de reconocer que un verdadero planteamiento ecológico se convierte siempre en un planteamiento social, que debe integrar la justicia en las discusiones sobre el ambiente, para escuchar tanto el clamor de la tierra como el clamor de los pobres".
 
(Francisco I, Laudatio si, n.50).
 
Si han leído entero este texto, vuelvan a leerlo, por favor, pero ahora despacio, sin prisa alguna por llegar al final. Ya saben, más o menos, lo que dice. Ahora fíjense en lo que les dice a cada uno.
 
Se trata de una constatación de enorme lucidez: no basta con la buena intención ni con una preocupación ideológica por la justicia para lograr una "conciencia" cabal, no contaminada por nuestra perspectiva privilegiada. Pero yo no quiero arrojar esta evidencia contra "ellos", contra los que son más poderosos, contra los que imponen los grandes discursos y los gestionan a través de medios de comunicación a su servicio, a través de partidos, o a través de cualquier otro centro de poder e influencia. La cauterización de la conciencia debida a la falta de contacto físico y encuentro, a la segregación urbana y a nuestra cómoda existencia es algo que nos sucede a casi todos los que andamos por aquí. Desde luego, a mí.
 
Podremos cansar la boca con invocaciones políticas a la justicia social, podremos escribir vehementes artículos contra la pobreza, podremos quedarnos satisfechos con la defensa teórica de políticas de igualdad y servicios sociales. Podremos declararnos "socialdemócratas" para desmarcarnos de ese dogma feo, frío, antipático y equivocado sobre la idoneidad de la desregulación para que la pugna por ganar dinero revierta socialmente en forma de empleo y prosperidad. Podremos ser capaces de defender una subida de impuestos que perjudique el bolsillo, podremos sentirnos orgullosos de alguna contribución estable a organizaciones humanitarias, o salir en manifestación para que el Estado doble su contribución a los fondos de ayuda al desarrollo. Podremos, incluso, entusiasmarnos con un párrafo de la Encíclica que llama la atención sobre la invisibilidad de los problemas de los excluidos. Pero nada de esto nos asegura una "conciencia" libre de la cauterización a que nos somete nuestra condición de privilegiados en un mundo lleno de tan grandes inequidades. Por mucha buena voluntad que pongamos, por mucho énfasis ideológico que añadamos a nuestro discurso, nuestro bienestar es un obstáculo objetivo para comprender por qué es, de verdad, urgente, un cambio de rumbo.
 
La tradición marxista ha reflexionado mucho sobre la retórica del autoengaño que se conforma con exagerar mejoras marginales que sólo hacen la injusticia más "presentable". Esa reflexión la hace ahora, con toda autoridad moral, un Papa. Y hace muy bien, porque la radicalidad del discurso humanista cristiano acabará siendo la construcción más resistente frente al poder depredador del capitalismo financiero y frente al "paradigma tecnocrático" del que también se habla en la Encíclica, con un lenguaje que supera y desborda, por su elocuencia, a la retórica izquierdista:

"El paradigma tecnocrático se ha vuelto tan dominante que es muy difícil prescindir de sus recursos, y más difícil todavía es utilizarlos sin ser dominados por su lógica. Se volvió contracultural elegir un estilo de vida con objetivos que puedan ser al menos en parte independientes de la técnica, de sus costos y de su poder globalizador y masificador. De hecho, la técnica tiene una inclinación a buscar que nada quede fuera de su férrea lógica" (n.108). "Quienes no afirman con palabras que los problemas del hambre y la miseria en el mundo simplemente se resolverán con el crecimiento del mercado, lo sostienen con los hechos, cuando no parece preocuparles una justa dimensión de la producción, una mejor distribución de la riqueza, un cuidado responsable del ambiente o los derechos de las generaciones futuras. Con sus comportamientos expresan que el objetivo de maximizar los beneficios es suficiente" (n. 109). "La especialización propia de la tecnología implica una gran dificultad para mirar el conjunto. Por eso tampoco pueden reconocerse verdaderos horizontes éticos de referencia. La vida pasa a ser un abandonarse a las circunstancias condicionadas por la técnica, entendida como el principal recurso para interpretar la existencia" (n. 110).

 

 
 

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