La enmienda del Papa Francisco

Lo mejor, de momento, del papa Francisco es que con un lenguaje que se deja entender por el gran público, está ganando la partida a los dogmas hegemónicos de nuestros días y reivindicando evidencias que corrían riesgo de ahogarse en la hojarasca de una confusión interesadamente inducida. No se trata de un combate simple entre la verdad y la mentira, se trata de proponer virtud para escapar de la ruina moral y de la indiferencia.
 
El arranque del siglo XXI, al menos en Europa, lleva la marca de una desmoralización global. Lo terrible de este siglo no es tanto la inmoralidad (en la que tanto ha insistido la Iglesia) como la desmoralización. Como si de pronto hubiéramos descubierto que la acción política no podía perseguir más objetivos que la ampliación del terreno del juego del mercado: es decir, la globalización. Política es conseguir que los empresarios ganen dinero. Política es conseguir que el dinero encuentre aquí ocasión de beneficio, y al mismo tiempo que el capital de aquí logre réditos allá. Lo demás parece cosa de otro tiempo: vanos intentos de conservar unos derechos y unas políticas sociales que necesariamente, tarde o temprano, habrán de diluirse en las exigencias nítidas de la competitividad: bajar impuestos, bajar salarios, preparar el camino al Señor Dinero, que obviamente busca, como el agua, los planos más inclinados hacia el margen de beneficio. Parece como si hubiéramos de renunciar a gobernar nuestras sociedades, porque de eso ya se encarga la meteorología de las finanzas. Las tragedias que esto produce en personas, familias y pueblos enteros son daños colaterales y males provisionales en espera del paraíso de un mundo en el que los recursos estarán óptimamente asignados a las manos más eficientes. Ese es el dogma del siglo XXI, formulado a nuestras espaldas en los círculos de pensamiento político de finales del siglo XX.
 
El Papa está recuperando enmiendas a este discurso que ya apenas escuchamos de los partidos de izquierda, sobre todo una vez que llegan al poder, porque es verdad que ningún Gobierno tiene ya competencia para cambiar las reglas de juego. El Papa habla de los inmigrantes, de los pobres y de los viejos y los pone en el primer plano. Fija su atención en los daños colaterales: si este sistema provoca estos daños, es un sistema perverso sin paliativos. De pronto está diciendo lo que desde hace cuarenta años los círculos pensantes se han empeñado en ocultar: que sólo una acción política (sí, el Papa habla de política) basada en principios morales (y entre ellos, el de la preocupación por las víctimas) es compatible con la dignidad humana.
 
El riesgo es que todo quede en encíclicas. La oportunidad es que las encíclicas restituyan el espacio de la esperanza.

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