Europa, Europa.

Un premio puede darse en atención a los méritos constatados, o también como estímulo para seguir determinada trayectoria. En el caso del Nobel de la Paz para la UE hay algo de ambas cosas. Mirando atrás, a los tiempos fuertes de la construcción europea en la segunda mitad del siglo XX, hay méritos para concluir que ha sido una iniciativa de paz y de civilización, de entendimiento y de mejora del estatuto de ciudadano. Es verdad que esa trayectoria empezó a enredarse cuando se quiso constitucionalizar con tratados que no ilusionaron a la ciudadanía, y que ahora corremos el riesgo de volver a la seguridad de la noción "Estado" (¡o nación!) frente a la creciente evanescencia de unos mecanismos de decisión que se perciben como tecnócratas, serviles e impotentes. Pero la concesión del premio puede percibirse como un mensaje: recupera las razones por las que existes, y volverás a tener sentido.
Sí, yo pienso que lo que está produciendo la desafección ciudadana no es el "exceso" de Europa, sino su retórica. No es el exceso institucional de Bruselas, sino la falta de democracia que le dé sangre. Quiero decir, savia. A los ciudadanos nos gustaría contar con líderes nacionales y europeos decididos a democratizar la política económica, y eso sólo puede hacer hoy día en el marco del euro y de los intereses compartidos. Por eso la singularización de la prima de riesgo como gravamen desigual para la deuda de cada Estado está rompiendo muchas cosas, generando desigualdades y agravios, y provocando la añoranza de aquél tiempo en el que el poder político contaba con instrumentos eficaces contra las crisis.
Europa tiene dos caras: la de un colosal impulso de unión política, y la de un impotente declive burocrático. Estamos en un momento histórico en que ambas Europas están en disputa. El Premio Nobel y el sentido crítico de los ciudadanos europeos deben soplar a favor de la Europa políica frente a la Europa enredada.

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