Cincuenta años de dignidad

[Intervención en el acto de celebración del L Aniversario del Instituto
de Bachillerato “San Juan de la Cruz”, de Úbeda, el 12 mayo 2012]

Llevaba treinta y seis esperando que llegase este momento...

Es un privilegio poder dar gracias en público, de la manera más elocuente y auténtica de que sea capaz, en representación de los antiguos alumnos, al Instituto San Juan de la Cruz, el mejor instituto posible. Eso es lo que pretendo hacer con este pequeño discurso que he traído escrito para ajustarme al tiempo concedido: dar gracias, pero no unas gracias protocolarias y formales, sino intentando explicar de qué y por qué.

Estudié bachillerato en este Instituto durante los años años 1969 a 1976. Úbeda, en aquél tiempo, era una ciudad sin puerto. Sin estación de tren. Sin internet. No pasaban barcos, ni trenes ni aviones por aquí. No había muchas ventanas abiertas al mundo. Pero en Úbeda había un Instituto. Y por la ventana de este instituto, generaciones de adolescentes de Úbeda hemos recibido un caudal bien organizado de instrucción y de conocimientos que nos trajeron todas las cosas importantes que la humanidad ha inventado, ha descubierto, ha pensado y ha elaborado: los fundamentos de la ciencia y las claves de la cultura, la conciencia de la historia, el sabor de la literatura, la arquitectura de la lengua, los nombres de las cosas, el mapa de la Tierra, las leyes de la naturaleza, las grandes preguntas de todos los tiempos. Arte, Historia, Matemáticas, Química, Geografía, Filosofía, Latín. Aquí nos hicísteis, queridísimo claustro cincuentenario de profesores del San Juan de la Cruz, ciudadanos enteros, mucho más que súbditos y que consumidores eficientes. Aquí nos incorporásteis a la larga historia de virtud que es el acervo cultural de la humanidad. Aquí nos dísteis el bachillerato, que es la biblioteca básica de la vida. Y hoy celebramos estos cincuenta años de servicio público.

He tenido en mi vida algunas ocasiones para agradecer todo lo que recibí en la infancia: a mis padres, a las escuelas de SAFA, a mis maestros. Ahora tengo la oportunidad, por fin, de agradecer, en nombre de tantos compañeros de pupitre, de patio y de pasillos, a los profesores de este Instituto. Quiero decir con todas mis fuerzas que aquí me sentí muy bien tratado por unos profesores que hicieron del respeto y la seriedad la base de su trabajo, porque no hay mayor respeto que tomarse el trabajo en serio. Y aquí se ha trabajado en serio. Absolutamente nada de lo que aquí pasó fue en vano. Cada pequeño esfuerzo, cada clase de los martes o los jueves, con lluvia detrás de los ventanales o con los calores de las tardes de mayo, cada reunión para organizar los horarios, cada parte de mal comportamiento, cada arranque de una lección nueva, cada rato pensando cómo habríamos de aprender esto o aquello, cada actividad extraescolar, han merecido la pena, y es importante que estéis seguros de ello. Habéis trabajado mucho para darnos a los chicos y chicas de Úbeda, de Rus, de Canena, de Torreperogil y de Sabiote, un derecho fundamental: el derecho al bachillerato. Pocas cosas son más importantes que ésa. Sabemos que las condiciones laborales de los profesores no son buenas, pero es importante que os sintáis apoyados y reconocidos por vuestros destinatarios. Vuestro trabajo es importante, y vuestros alumnos de hoy tienen derecho a sentirse mañana tan agradecidos como yo me siento de mis viejos profesores de ayer. Estoy pensando en D. José Santiago y D. Antonio Bueno, Doña Teresa Rodríguez Aranda y Pepe Moléculas, Don Marcelino y Doña Isabel (La Conguito), El Néstor y La Cati, El Peliche y La Pelicha, La Toni y Doña Esperanza Carazo, Don Ignacio Sola y Don Luis Diosdado, Don Rafael Galisteo y Doña Elena Guervós, la Chata y Don Eladio Cuadrado al Cuadrado, Don Andrés Clavijo y Don Matías Crespo, El Brevas y Don Jesús El Zapatones, Don José Peinado (El Pirata) y Don Emilio Ocaña (El Ciego), Don Jesús Moraleda y Don Gabriel, Don Agustín y Don Sebastián... Llevaba treinta y seis años esperando el momento de decirles gracias. Me da igual que muchos no estén aquí: hacerlo en público y en este Salón de actos es cumplir un acto de justicia.

Este Salón de Actos, esos patios, ese gimnasio, esas aulas, esos pasillos, son el escenario de cincuenta años de dignidad. Úbeda es mejor gracias a este Instituto, y por eso celebro que su Ayuntamiento haya tenido la iniciativa de concederle la Medalla de oro de la ciudad: claro que sí, de oro: porque en esta pegajosa crisis causada por tanta falsa moneda, es imprescindible reivindicar el valor auténtico de las cosas, y aquí, durante estos cincuenta años, habéis añadido mucho valor a la ciudad de Úbeda.

La nostalgia es inevitable en la edad madura. Hoy es día de mirar atrás, sin miedo a convertirnos en estatuas de sal, como la mujer de Lot cuando abandonó Sodoma. Nunca me gustó aquella maldición bíblica. Hoy es día para la tortícolis, para el recuerdo, para mirar atrás. Pero os propongo que con los materiales de la nostalgia y del orgullo construyamos también un sentimiento reivindicativo. Me gustaría que este acto fuese, además de un reencuentro con el pasado, un acto reivindicativo. El Instituto San Juan de la Cruz puede con todo derecho proponerse como modelo de la enseñanza pública. Yo creo que ha sido una de sus señas de identidad: no todo en la enseñanza pública es virtud, pero los que hemos sido alumnos del San Juan de la Cruz tenemos un referente privilegiado. Fue siempre un Instituto de provincias bien enclavado en la ciudad, como motor intelectual y de integración, con un profesorado de lujo y un alumnado mezclado, como Dios manda: todos los estratos sociales, los que tenían mejores condiciones para estudiar y rendir y los que tenían que ganarse la vida, los guapos y los feos, los primeros rojos y los últimos franquistas, incluso, por fin, a partir de cuarto, los chicos azules y las chicas rosas.

Miro atrás, y pienso en aquél bachillerato libre de la tiranía del mercado de trabajo, atento a lo imprescindible, organizado desde el respeto (del alumno al profesor, del profesor al conocimiento, del conocimiento a la persona, de la persona a su entorno), empeñado por igual en la excelencia y en la integración (quien diga que hay que elegir entre una cosa u otra es que no se entera o se ha sentido siempre en el lado de los buenos), y comprendo que a él, al bachillerato del San Juan de la Cruz, le debo mi criterio, mi libertad, la entereza casi radical de ciertos principios éticos (muy pocos pero con fundamento sólido), mi tolerancia por lo distinto, mi aprecio casi reverente a la tradición humanista que cada día se volcaba sobre nosotros.

El Instituto San Juan de la Cruz ha sido y es un referente de la enseñanza pública. Me gustaría reivindicar esto, en un tiempo como éste de sálvese quien pueda. Aquí nos salvábamos todos gracias a una instrucción que no perseguía la selección de los mejores, sino la igualdad de oportunidades. Yo me siento beneficiario neto de un estilo que me permite distinguir lo justo de lo pragmático, lo auténtico de lo aparente, el camino del atajo, lo coherente de lo hipócrita, la idea del eslógan. Este Instituto supo cultivar ese estilo. Salí de aquí con las maletas llenas de bachillerato y de sentido común, muy bien formado, y toda la vida me sentiré deudor de los impuestos y los esfuerzos que hicieron posible este Instituto público. Me gusta decir que este es, para mí, el valor de España: España no es un sentimiento enrocado y arrojadizo, sino una red de esfuerzos compartidos que ofrece unos servicios públicos, como la salud, las pensiones, la justicia, o la enseñanza pública, que no son de pago y que no persiguen más beneficio que la mayor dignidad posible de las personas. Este Instituto es España, y quiero reivindicar el valor de una España así.

Por eso siento un profundo reconocimiento cada vez que paso al lado del edificio de ladrillos rojizos, con esa entrada en la que tantas mañanas rogaba al bedel Robles que me dejara pasar aunque fuesen las nueve y tres minutos. Cuánto me gustaría volver a entrar, con los libros y los cuadernos, con el cartabón y el diccionario, sentarme en mi pupitre, al lado de los ventanales que daban al patio de acacias, y oír hablar a mis profesores de Aristóteles, de la tabla periódica, de la fórmula de la velocidad, de las ecuaciones de segundo grado, del dórico, el jónico y el corintio, de Quevedo y de Azorín, del Renacimiento y de Felipe II, de guerras y revoluciones, del sujeto y el predicado, de la pirita y la fotosíntesis, de Galileo y de Darwin, del Volga y el Danubio, de la fe y la razón. Qué pena que el calendario no admita trampas y no nos dejase robar y reservarnos alguno de aquellos días para poder vivirlo ahora: un martes de marzo de 1973, un jueves de noviembre de 1975, un par de días de los más de mil que viví en aquel paraíso. Me siento orgulloso de haber sido alumno de este Instituto y quiero en nombre de los que aquí aprendimos casi todo lo importante, celebrar estos cincuenta años de grandeza, con el deseo de que dentro de otros cincuenta alguno de nuestros hijos pueda pronunciar en este Salón la misma palabra en la que se resume lo que he pretendido decir: la palabra “gracias”.

Miguel Pasquau Liaño
Úbeda, 12 de mayo de 2012

1 Respuesta

  1. Gracias por este escrito. Fui alumna del Institutl San Juan de la Cruz. Soy de Sabiote y creo q fui compañera de Juan Pasquau, tu hermano.
    Me he emocionado al leer estas lineas. Me ge sentido por un momento en esos años de bachillerato. Gracias!!!

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