Cambios.

Cada cierto tiempo hace falta algún notición que remueva el estanque. No alteran el volumen de agua, pero la agitan, mueven los barcos anclados, mojan las riberas. Da toda la impresión de que estamos a las puertas de algunas de ellas. Pese a mis reticencias (en épocas de crisis las mudanzas no siempre son lúcidas), empiezo a dar por descontado que en la política española y europea vamos a cambiar algunos escenarios. No tanto los actores, sino los escenarios: un sistema electoral renovado, unos debates diferentes, unos envites nuevos, incluso cambios constitucionales de envergadura. Quizás sea necesario, aunque sólo sea para cambiar vicios por defectos nuevos: cuando un defecto es viejo y repetido, se convierte en vicio, y no es malo estrenar otros defectos con el fin de alcanzar alguna virtud renovada.
Da la impresión también de que pronto en la Iglesia vamos a tener convulsiones. El silencio público del Papa Francisco desde los primeros gestos acertados aunque fáciles tras su entronización augura un otoño con grandes novedades: no tanto en la doctrina, pero sí en el gobierno de la Iglesia, y por tanto también en su manera de proponerse al mundo. La continuidad parece insostenible, porque la Curia, como los políticos, está ahogada en imágenes nefastas para las que ya no hay remedio. Pablo y Pedro, esas dos grandes vetas de la primitiva iglesia anterior a Constantino van a tener que hacer nuevos equilibrios. Cada uno deberá poner de su parte. Me interesa: lo cristiano y evangélico necesita reivindicarse frente a lo eclesiástico en un momento de crisis institucional. Mientras tanto, está el verano, gran paréntesis en el que todo es susceptible de ser pensado con calma.

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