Bachillerato.

Hoy
es el primer día de bachillerato de mi hijo mayor. Me impresiona. De
ciclo en ciclo, van avanzando etapas. Un día fue a la Escuela
Infantil, y entonces dejó de ser un bebé. Otro día pasó a
Primaria, y entonces ya iba a aprender a leer y escribir, a sumar,
restar, multiplicar y dividir. Después fue 1º de ESO, y dejó de
ser un niño. Ahora entra en esa estancia privilegiada que es
culminar, con cierto grado de exigencia, una formación de calidad
que lo hará heredero del patrimonio cultural y científico de la
humanidad. Ni más ni menos. Dejará de ser un adolescente.

Tengo
entendido que en las entrevistas de trabajo en Francia el dato por el
que primero preguntan es cuál fue la nota final del bachillerato. A
mí me parece muy acertado. Estoy convencido, cada día más, de que
el bachillerato es, probablemente, el
patrimonio más importante que conservo y la biblioteca básica de mi
vida. 

En Úbeda,
donde yo estudié en los años 70, no había
estación de tren, ni puerto de mar, ni Universidad: pero estaba el
Instituto, donde un grupo de magníficos profesores que basaron su
trabajo en la seriedad y el respeto (porque no hay respeto mayor que
el tomarse en serio el trabajo), nos dieron el bachillerato. Esa fue
para nosotros la ventana abierta hacia el exterior, el agujero por el
que entró en nuestras vidas una tromba de
cultura general (de historia, de lengua, de geografía, de
matemáticas, de física, de literatura) que nos hizo ciudadanos de
la humanidad entera, mucho más que súbditos y que consumidores: el
teorema de Pitágoras, las declinaciones latinas, la fórmula de la
velocidad, la tabla periódica, Platón y Aristóteles, las
ecuaciones de segundo grado, el Renacimiento, el Siglo de Oro, los
ríos de Europa, el sujeto-verbo-predicado, la estructura atómica de
la materia: esa gran biblioteca generalista que nos resumía el
acervo de ciencia y cultura de la humanidad. La Universidad y la
profesión nos especializan, nos sacan punta para poder ejercer un
oficio, engrosan desmesurada y desproporcionadamente alguna de las
estanterías de la biblioteca y rompen nuestra simetría, porque unas
habilidades se desarrollan hasta lo posible y otras comienzan a
atrofiarse por la falta de uso. Por eso, a veces, procuro
reencontrarme con el muchacho que sólo tenía el bachillerato como
equipaje. Pesaba mucho, pero estaba en orden.

Los
ordenadores tienen una función denominada “puntos
de restauración del sistema”, que sirve
para volver atrás en la configuración del sistema operativo (no
estoy seguro de utilizar con precisión estos términos). Es una
función muy útil para quienes no sabemos por qué está
empezando a fallar el ordenador, a operar más
lentamente, a provocar fallos o a “colgarse”: consiste en elegir
varias fechas determinadas en la que todo parecía funcionar bien y
hacer que el ordenador vuelva a la configuración que tenía ese día:
no se eliminan los programas ni los contenidos, pero , al parecer, sí
ciertas especificaciones del sistema operativo que
se han ido introduciendo o modificando sin que uno sepa cómo ni para
qué.

También en mi
vida yo tengo algunos puntos de restauración, a los que me gusta
volver de vez en cuando, aunque sea por un rato, aunque sólo sea
para comprenderme un poco mejor. Uno de esos puntos es un día de
primeros de octubre de 1976. Acababa de llegar a la estación de
autobuses de Granada y desde ella me dirigía andando con las maletas
hacia el Colegio Mayor, porque en aquel tiempo los taxis eran para
las personas mayores. Las maletas pesaban mucho, y quizás entonces
yo atribuía el peso a la cantidad de cosas que el cariño de mi
madre había introducido en el equipaje. Ahora ya sé que
lo que pesaba no era sólo eso. Era, sobre todo, el bachillerato.
La maleta estaba llena de bachillerato.

Me gusta
volver a ese momento. Cada vez que me siento algo perdido entre tanta
profesión y tanta vida adulta me acuerdo de aquél momento en el que
todo parecía en orden y preparado para la batalla de la Universidad,
de la juventud y de la vida. Luego vinieron muchas decisiones, muchas
equivocaciones, mucho esfuerzo, muchos cantos de sirena y muchos
afectos desordenados que hacen que el ordenador no siempre me dé lo
que le pido. Me gusta, entonces, volver a aquel momento y vaciar mi
equipaje de las cosas que han venido después. Aquél bachillerato
recién terminado es algo así como el centro de gravedad permanente
de mi vida. Fue lo que modeló el material bruto de la infancia hasta
hacer de mí una persona.
 

 

 

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