Aunque ella no me lo pidió, yo hice bien mi trabajo: embadurné la causa con argumentos y objeciones procesales y el Juez acordó el archivo por temor a verse envuelto en una maraña de posibles nulidades. A los pocos días llegó con gesto severo a mi despacho. “Quiero que me enjuicien”, dijo. Primero pensé que lo que pretendía era demostrar su inocencia en vez de escapar con subterfugios; pero ella siguió: “¿Sabe en lo que me ha convertido? En un delito. Soy un delito, nada más. Estoy podrida por su culpa, usted me ha robado mi derecho a ser castigada por lo que hice”. No supe reaccionar. Comprendí, demasiado tarde, que esa mujer necesitaba una condena como la única ofrenda que podría reparar tanta culpa. Sus últimas palabras resuenan todavía en mi despacho con más fuerza que el disparo en la boca: “Mire esa mierda”, dijo, señalando el cenicero: “es la fotografía de mi alma”. Su nombre era Alma, y aún cargo con sus cenizas.
Miguel Pasquau
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Alma
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Una ficción que se podría ajustar mucho a la realidad. La culpa…
Buen fin de semana, Miguel.
La culpa no para hasta que encuentra su castigo.
Pero que duros somos a veces como jueces de nosotros mismos.
bss