Al despertar, la pregunta seguía allí.

En Cataluña la reivindicación política ya se llama independencia, que es mucho más claro que autodeterminación. Yo creo que es más fácil admitir un derecho a la secesión o a la independencia, que un derecho a relacionarse con un Estado de una manera unilateralmente decidida por un territorio. Tiene sentido la independencia conquistada democráticamente, cuando una enorme mayoría expresa en urnas convocadas al efecto el sentimiento generalizado de un territorio bien definido por convertirse en un Estado; pero tiene menos sentido la autodeterminación, que deja en manos de una de las partes la definición de si se es una Comunidad Autónoma, un Estado federado, un Estado asociado, o una región: la ruptura es cosa de uno (aunque afecte a todos), pero la unión y sus diversas formas (es decir, la Constitución) es cosa de todos.
 
La élite política catalana ha pisado el acelerador de la independencia. Puede que la motivación sea oportunista, ventajista o estratégica, pero no creo que sea certero el análisis de que es "cosa de políticos". Da toda la impresión de que la aspiración a un Estado catalán propio y separado de España es cosa de mucha gente. Eso es lo que hace que merezca la pena pensar el problema, aunque dé tanta pereza.
 
¿De cuánta gente hablamos? La respuesta sólo es indiferente para el nacionalismo basado en las esencias patrióticas, de un lado o de otro. Pero desde el punto de vista democrático es una gran pregunta. Y lo terrible es que sólo hay una manera de responderla con certeza: convocando un referéndum que, hoy por hoy, desborda el marco constitucional.
 
En esas estamos. Mientras tanto, ¿cómo está reaccionando la España abierta y plural, la España más democrática, a este enfrentamiento cerrado de identidades?

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