O es mentira, o es un escándalo.

Lo llamativo no es que una periodista publique un libro en el que defiende que el Rey estuvo más cerca del lado de los golpistas del 23-F que del lado del Gobierno constitucional, y que poco menos que la mitad de los diputados estaban aquella tarde esperando que llegaran ya los militares a apuntarles con la pistola. Ni siquiera es demasiado llamativo que un periódico convierta en noticia esa interpretación, y que lo haga la semana en que hemos enterrado a Adolfo Suárez. Lo llamativo es que unos cuantos millones de españoles estén más o menos dispuestos a creérselo sin escandalizarse. Total, un golpe de nada, no quería matarse a nadie, sólo poner un poco de orden, y además ya sabemos que todo está podrido...
 
No, no, un momento. Una de dos: o es mentira, o es un escándalo. Tertium non datur.
 
A finales de los años 80 (mucho antes de los tiempos de internet) tuve ocasión de leer, en una hemeroteca universitaria de París, las ediciones del diario "Le Monde" de los días inmediatamente posteriores al golpe. En aquellas crónicas aprendí una versión del golpe que después ha sido mucho más conocida, pero que en España tardó mucho en hacerse explícita: el golpe verdadero no fue el de Tejero, sino el de Armada, aunque él quiso autoproponerse al Rey como una solución de urgencia contra el golpe de sainete de "todo el mundo al suelo". Gentes del entorno de la Casa Real lo sabían, pero era importante que el Rey no llegase a enterarse, para que todo pudiera salir como se planeó. Fue una apuesta: se trataba de crear las condiciones para provocar que Armada, una persona con gran autoridad moral de cara a Juan Carlos I, lo convenciese de que no había más remedio que poner entre paréntesis la Constitución para poder salvarla. No había certeza de que lo consiguieran, pero mantenerlo en la ignorancia hasta el momento crítico era condición indispensable. Bastaría con la firma del Rey, y una explicación convincente, para que un Gobierno de concentración con ministros civiles y presidente militar, justificado por la excepción de un Congreso de los Diputados secuestrado y un Ejército dividido, tomara temporalmente las riendas del poder, antes de devolvérselas al pueblo en nuevas elecciones. Lo de siempre.
 
La apuesta falló por dos flancos. Por el de Tejero, que no aceptó el café descafeinado, y por el del Rey, a quien le aconsejaron de manera expresa ("Le Monde" atribuyó buena parte del mérito al presidente francés Giscard d'Esteing) que no recibiera en la Zarzuela al general Armada. Acuérdense: "ni está, ni se le espera".
 
Si el Rey titubeó en algún momento, si el Rey tardó tanto en desautorizar expresamente el golpe, es porque el escenario que se le presentó era creíble, y porque Alfonso Armada no era un cualquiera en su vida. Finalmente, gracias a apoyos internacionales y a un cierto instinto de supervivencia de la Monarquía, el Rey simplemente no aceptó, y la operación cayó por su base, porque los verdaderos golpistas, en efecto, no estaban dispuestos a dar un golpe "de verdad", de manera que sin el apoyo del Rey no tenían coartada alguna para presentarse como los defensores de la Constitución.
 
Aquella versión casi inmediata a los hechos de "Le Monde" acabó convirtiéndose en verdad judicial, en los juicios del 23-F.
 
Pero en España tenemos tal grado de deterioro institucional, que podemos creer que el Rey estuvo conspirando para provocar un fracaso constitucional sin ni siquiera escandalizarnos. Total, todavía podemos ganar la Champions.

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