La otra cara de los derechos humanos.

Hace sesenta y seis años que la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración Universal de Derechos Humanos. El mundo acababa de salir de una gran guerra con millones de víctimas y un deterioro descomunal de las relaciones entre los pueblos, marcada por la imposición de la lógica del poder y de los intereses económicos frente a la lógica de la dignidad de la especie humana, convertida en piltrafa, en campos de concentración, en trincheras llenas de cadáveres, en zonas arrasadas por bombas nucleares, en una generación entera perdida en el odio nacionalista inducido por los gerifaltes que manejaron los hilos desde sus despachos y búnkeres. Aquello supuso la constatación de que, tantos siglos después de aparecer la civilización humana, todavía somos capaces de las peores monstruosidades. Más evidente no pudo ser. Por eso la humanidad herida, de la mano de algunos líderes que se propusieron rebuscar en lo mejor de la filosofía moral y política, quiso proponerse a sí misma un horizonte que lo salvara del infierno que acababa de conocer.
 
La Declaración Universal de Derechos Humanos no es un documento de papel mojado, como tantas veces se dice desde la trinchera escéptica. Lo será si le echamos agua. Si, en cambio, la sujetamos con cemento y hormigón, gana en resistencia. Ese cemento está en los pactos constitucionales, en los tribunales internacionales, en las garantías a cuyo servicio están las instituciones políticas y judiciales, y que a diario interpone límites infranqueables a las decisiones del poder. Y, sobre todo, en la radical convicción de cada individuo de que merece la protección y la dignidad que en ese documento se le reconoce.
 
Yo me creo acreedor de ese retrato digno que me asegura que soy inviolable en los aspectos más esenciales de mi condición de persona. Y sé que no lo soy por ser español, mayor de edad, varón, propietario, blanco, bien instalado socialmente, con estudios universitarios y un trabajo cualificado. Sé que tengo esa dignidad por ser miembro de la especie humana. Lo que comporta la convicción no menos radical de que el más abyecto de los miembros de la misma especie, el loco, el delincuente, el inmigrante ilegal, incluso el que no cree en los derechos humanos, tiene esa dignidad. Si hay algo que caracteriza a los derechos humanos es su incondicionalidad: no es un edificio levantado con tesón y expuesto a inclemencias, sino que es el suelo.
 
Por eso toda vulneración de un derecho humano es un delito de lesa humanidad. Es la especie entera la que lo sufre. Si no somos capaces de admitir, hasta las últimas consecuencias, que los derechos humanos han de ser más fuertes que el poder más fuerte, y que toda nuestra acción política ha de ir orientada a alcanzar ese objetivo, entonces nos perderemos en los laberintos de los matices, las excepciones, los asuntos de Estado y las exigencias de la "eficacia" (policial, económica, política). Los derechos humanos, o son radicales, o no lo son. Por eso aquí los llamamos derechos "fundamentales".
 
Esa radicalidad de los derechos humanos comporta costes, y eso hay que aprenderlo desde el Colegio. La garantía de los derechos puede, claro que sí, mermar otros objetivos legítimos, y tienen no sólo la cara amable que todos estamos dispuestos a compartir, sino el envés duro y difícil de unos límites infranqueables que nos impiden atajos para llegar más rápido. La Declaración Universal de Derechos Humanos propone algo tan grande como renunciar a cualquier objetivo que deje víctimas en la cuneta, aunque no sean "nuestras víctimas". No es fácil, y hemos de saberlo. Junto a los murales bonitos que hacen nuestros colegiales hablando de vida, de paz, de dignidad, de respeto, de igualdad, lanzando globos al aire, hay que reservar un apartado lleno de advertencias: sepa usted que si de verdad comparte la filosofía moral de los derechos humanos universales, tendrá que renunciar a muchas cosas. Sepa usted que esto va en serio, y cuando entre en conflicto una política determinada que a usted le beneficia, con el derecho humano de un tercero, usted tiene que ponerse de parte del derecho. Si no, los derechos no serán de la especie, sino del grupo que ha caído en el lado del poder.
 
Sólo un lúcido planteamiento moral, aprendido más con cemento que con globos, puede sustentar semejante revolución, tan pendiente como permanente.

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