Resisten

Desde el ventanal diviso al fondo, tras un aire aplastado de calor de mediodía de julio, los neveros de Sierra Nevada. Son manchas blancas, discontinuas, pegadas en las impetuosas elevaciones pardas que ascienden hacia el Veleta (el Mulhacén, más modesto, se achata detrás). Formaron parte de la inundación blanca de invierno. Van menguando, pero resisten. Me maravilla su tenacidad. Clausurada la primavera, derretidas las alegres nieves apelmazadas para la práctica del esquí,  ya saben que acabarán extinguiéndose, como un cáncer inverso, o como los tumores sensibles a la radioterapia solar; y sin embargo, siguen ahí, tomando fuerzas por las noches y deshaciéndose por el día poco a poco, alimentando el río Genil con aguas limpias de trucha, antes de derivarse a las acequias para regar huertos de pimientos, de pepinos, de melones. No llegarán a septiembre, deberían saberlo. Pero no son como nosotros, que cuando sabemos que la batalla está perdida nos abandonamos, no le encontramos sentido a la lucha. Ellos, los neveros, siguen allí: clavados, fríos, blancos, menguantes, orgullosos. No podrán con el calor, pero aguantan hasta la extenuación como si compitieran contra el calendario: cada día, una victoria. Dicen que algunos, los situados en los pliegues más umbríos, llegan a sobrevivir hasta las primeras nieves de noviembre. Su lección merece un homenaje: la vida es aventura, pero también es resistencia. Sin resistencia sólo hay viento, todo acaba en desierto.

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