
Es Estados Unidos, pero no va de Estados Unidos. También Europa, y España, y cualquier nación tienen su propia “Pastoral”: la generación que sí hereda, o cree estar heredando una nación y que ya no es capaz de transmitirla. El eslabón cabalmente engarzado al precedente en la armónica cadena de principios, sueños, aspiraciones y reglas, que se rompe dentro de él y lo rompe.
Seymour Levov, “El Sueco”, es el personaje perfecto para representar la tragedia del derrumbamiento de aquello en lo que basó su búsqueda de la felicidad. “Todos los placeres de sus años jóvenes fueron placeres norteamericanos”. El Sueco, héroe deportivo en su juventud, casado con Miss New Jersey y experto en la fabricación y venta de guantes, se adapta como el guante a una mano a lo que podía esperarse de él. Pero esto no lo convierte en un personaje anodino. El Sueco toma sus decisiones, pone cuidado, hace las cosas bien, no es un beato de ninguna regla, pero sí procura encontrarle sentido a las reglas de su padre, hijo de judío inmigrante cuyo empeño era, sin más, ser un americano. El Sueco es bueno, quiere a su mujer, trata bien a sus empleados, evita conflictos innecesarios, procura que los demás a su alrededor estén bien. Es idóneo para la Pastoral americana: puede sostener el paraíso entero. Y adora a su hija Merry, tartamuda. Ese pequeño fallo de sus existencias, la tartamudez inexplicable de su hija, va a representar la piedra en la que se destruirá el templo americano en el que el Sueco vivía como un dios reconciliado con los demonios.
En el Sueco no hay entropía. No hay un deterioro lento. El tiempo no hace mella, porque él es más fuerte que el tiempo y es capaz de renunciar a sí mismo, o de convertirse en una resultante, para que todo permanezca en su sitio, para que los suyos estén bien, para que las cosas sigan evolucionando en orden. Por eso alguien dice que nadie puede conocerlo, o que no es nadie, porque se esconde, supeditado a que los demás puedan seguir siendo quienes sí son, cada uno. Lo que derrumba al Sueco no es el cansancio de lo previsible, sino lo improbable. Un golpe brutal, una bomba. Cuando una bomba estalla es imposible no pensar en sus causas, en cuál fue la mecha, cuáles los componentes químicos, de quién la decisión, por qué esa decisión. No caben subterfugios: la pregunta resiste, persiste, y se convierte en el centro de todas las cosas. Todo lo demás se convierte en contingente. “La tragedia del hombre que no está hecho para la tragedia… Esa es la tragedia de cada hombre”.
El Sueco, sin embargo, quiere resistir. Protege a los suyos resistiendo. Su hermano Jessy, quien tuvo que buscarse su propio lugar lejos del deslumbramiento de Seymour, aprovecha determinada situación crítica para reprocharle su resistencia, que identifica con una falta de arrojo, con un no ser nada, con un no ser capaz de elegir por querer salvarlo todo al mismo tiempo. Su crítica es injusta: el Sueco es quien es, y decide resistir a su manera. Pero no puede sostener el edificio. Un golpe, otro golpe. La cancelación de todo. ¿Qué había hecho mal? ¿Qué fue lo que hizo que de pronto la realidad se pusiera a tartamudear y dejara de haber fluidez en ninguna parte? Y, sobre todo, ¿por qué el Sueco no se derrumba (sólo una vez, mucho tiempo después), por qué no lo manda todo a la mierda, por qué quiere seguir comprendiéndolo todo?
Estas preguntas tienen fuerza suficiente como para sostener una gran novela.
Acaso todo consista en cómo reaccionamos ante el tartamudeo de nuestras arcadias, el de las perfecciones y paraísos en los que hemos creído, el de lo que nos hizo soñar, el de la “nación” que recibimos, el tartamudeo de lo que nos suministró plenitud de sentido y nos permitió perseguir objetivos.
Roth fue el candidato favorito durante más de veinte años al Nobel, pero nunca se lo dieron. Y lo merecía…
Curioso análisis de la novela de Roth que ya parte de una interpretación sesgada del término “pastoral” que en Roth alude al género literario ”pastoral” (idealización de lo rural) y su colapso. La traducción al alemán “Amerikanisches idyll” (“idilio americano”) lo deja más claro para el lector.
¿Cuál es el “idilio” de España? Ni siquiera la literatura contemporánea española se plantea esta cuestión de la España idílica. Más bien se habla del “eslabón” continuamente perdido desde, cuanto menos, los Reyes Católicos hasta el régimen del 78. Roth no “engarza” con cualquier nación. Es mas, incluso las distintas traducciones al español, alemán, francés, italiano etc. se diferencian oportunamente en los matices.
Y la razón está en las distintas capas de significado con las que Roth trabaja. Por ejemplo Roth usa “The Swede” (el Sueco) con una carga irónica para caricaturizar un judío que parece el estereotipo del WASP (blanco, anglosajón y protestante). En Israel, llamar “sueco” a un judío ashkenazí rubio es casi un chiste interno.
Así, pues, el contraste entre el apodo de Seymour Levov y su herencia judía es parte de la tragedia del personaje de la novela, cuyo tema central trata el conflicto entre apariencia y realidad en un entramado donde Roth liga íntimamente identidad con sueño americano.
“Merry’s stuttering was the sound of everything she couldn’t say, of everything they didn’t want to hear” (El tartamudeo de Merry era el sonido de todo lo que no podía decir, de todo lo que ellos no querían oír).
El Sueco es el “hombre que lo tuvo todo”, pero su error es creer que eso lo inmunizaba contra el caos. Roth no escribió una tragedia clásica (decadencia gradual), sino una tragedia posmoderna: el horror de que tu vida perfecta sea aniquilada en un instante, sin aviso, por fuerzas que ni siquiera entendías que existían. Una bomba, un error o una sentencia arbitraria, por ejemplo.
“The Swede had learned the worst lesson life can teach: that it makes no sense. And when that happens, you are done for” («El Sueco había aprendido la peor lección de la vida: que no tiene sentido. Y cuando eso ocurre, estás perdido»).
Roth no se limita a denunciar desigualdades sociales, sino que desmonta la metafísica ingenua del éxito perfecto: esa creencia narcótica de que todo orden personal, o social, puede domesticar el caos histórico. American Pastoral dinamita así este paradigma mediante la ilusión de invulnerabilidad del Sueco, cuyo mundo no se erosiona gradualmente, sino que estalla en mil pedazos ante el impacto de lo supuestamente improbable.
Su tragedia no surge de la arrogancia consciente, sino de esa fe casi ontológica –más profunda que una mera convicción– en haber construido un universo regido por reglas y leyes naturales, cuando en realidad habitaba un frágil diorama suspendido sobre el vacío.
Esta misma ingenuidad –esa incapacidad para reconocer la fragilidad de los sistemas aparentemente estables– es la que hoy, 15 de agosto, pone a prueba a España y al mundo entero. Mientras Trump y Putin tensan el último eslabón de la ya discordante cadena de principios, reglas, sueños y aspiraciones, de la historia contemporánea, Roth nos recuerda: los mayores desastres no vienen de lo previsible, sino de esos cisnes negros que solo vemos cuando ya nos han devorado.
¡Ergo si muove!
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