Otegi no es mi héroe.

Otegi es libre. Ha recuperado sus derechos después de cumplir su condena. Podemos entrar en matices sobre si fue una condena excesiva (es verdad que se dictó al amparo de una norma penal muy arrimada al límite de lo que puede ser el Derecho penal), pero me permitirán que no lo reciba con entusiasmo y que no lo aclame como un héroe civil. Su encarcelamiento no me produjo fruición, pero confieso que opté por no ponerme en su lugar. De su vuelta a la vida civil no hay mucho que decir, pero sí puede ser ocasión para mirar atrás. 
Hay algo importante sobre lo que nos cuesta reflexionar: a finales de los años 90 la lucha antiterrorista del Estado tomó una decisión importante: renunciar al GAL y a trampas, atajos e ilegalidades similares. Sería bueno que en la galería de horrores de nuestra memoria histórica inscribiéramos, para no olvidarlo, al GAL. Las monstruosidades de Estado que salieron a flote, como reptiles putrefactos, ratas de alcantarilla y cadáveres enterrados en cal viva, eran insoportables y abrían la enorme grieta por la que perdíamos legitimidad moral en una batalla tan dura como era la que se libraba contra aquella singular anomalía y anacronismo de los asesinatos y los secuestros etarras que tantísimo sufrimiento causaron. No le faltaba razón al PNV cuando clamaba por el daño que los excesos en la lucha antiterrorista causaban a los intentos de aislamiento civil del entorno del que se nutría ETA. No está mal que recordemos una cosa y otra. 
Lo cierto es que el Estado renunció, por fin, a hacer terrorismo para vencer al terrorismo. El recambio de aquel comando felipista no fue la mano tendida ni la normalización, sino la utilización del Código Penal hasta extremos incómodos para la cultura constitucional. Incómodos, pero posibles, y desde luego infinitamente mejores que el asesinato, la tortura y demás delincuencias de Estado. Aquellos atajos se sustituyeron por normas penales y procedimientos que buscaban la eficacia en la lucha contra el entorno etarra, y que criminalizaban no sólo al terrorista que colocaba la bomba lapa, sino también a la estructura que directa e indirectamente hacía posible la eficacia de ETA. La ley de partidos, los delitos de apología del terrorismo, la pertenencia y colaboración con banda armada, etc., permitieron una eficacia policial que quizás operaba con brocha gorda, y no con pincel fino, pero con apoyo en leyes aprobadas en parlamentos no declaradas inconstitucionales ni anuladas por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que no se hace nunca cómplice de razones de Estado. Esas "leyes de excepción" antiterroristas no eran "bonitas", tenían aristas que empequeñecían algunos derechos fundamentales y libertades públicas, pero eran preferibles a una legislación tan "limpia" como encubridora de guerras sucias financiadas con fondos reservados. Detesto (todavía) muchos legados del aznarismo, pero no puedo dejar de decir que en materia antiterrorista sus Gobiernos fueron más leales a la Constitución que los de Felipe González. Zapatero cambió a mejor el registro, aunque no encontró ninguna colaboración en una oposición calculadora y oportunista que jugó políticamente, creo, con una cierta necesidad de venganza en amplias capas de la sociedad.
En ese contexto vino la condena a Otegi. Otegi había sido ya condenado como autor de un delito de secuestro (puro activimo terrorista en tiempos ya de democracia), a algo más de seis años. Los cumplió, y salió de la cárcel. Otegi tenía influencia en el mundo etarra, y, por más que a partir de cierto momento, por razones de eficacia, empezó a inclinarse hacia las tesis de la persecución de la independencia por vías políticas, seguramente durante los años de su propia transición no tuvo una especial sensibilidad hacia el sufrimiento de las víctimas de los asesinatos que ETA seguía provocando. Se le acusó y juzgó por "pertenencia a banda armada" al intentar la reorganización de Batasuna, que había sido declarada ilegal, sin pasar por el aro de la desvinculación total del terrorismo y la condena a ETA. Seguramente el encarcelamiento de Otegi llegó algo tarde, cuando el propio Gobierno de España lo reconocía como un elemento "positivo" en la legítima estrategia de pacificación mediante la negociación (algún día lo explicará Rubalcaba). Es cierto que aquello resultó llamativo, y probablemente la actuación policial, fiscal y judicial jugó un papel que quizás hasta estropeó algunos planes del Gobierno. Eso, y la forzada interpretación que hicieron primero la Audiencia Nacional (condenándolo a diez años), el Tribunal Supremo (bajando la condena a seis años y medio) y el Tribunal Constitucional (con cinco votos particulares de doce emitidos), hicieron que aquella condena dejase algún regusto de dudas, porque en tiempos de diálogo para determinar cómo se gestionaba el final de ETA, pareció un rebuscar en leyes y atestados que empezaban a perder algo de sentido útil a medida que la amenaza etarra menguaba de hecho. Fue algo parecido a aquella "construcción de nuevas imputaciones" sobre las palabras escritas en una carta, que el ministro de Justicia anunció para volver a encarcelar a De Juana Chaos. Pero, en mi caso particular, recuerdo que ese regusto lo apaciguaba, como ciudadano, sin demasiado problema: al fin y al cabo -nos decíamos muchos-, el que "nosotros" no sufriéramos por su suerte en la cárcel era como mínimo equiparable a su "comprensión" de la lucha terrorista. Insisto: no me enorgullecí, no salió de mí ningún aplauso, pero francamente, no fue aquello ni mucho menos lo peor que hicimos en la lucha antiterrorista. Mucho peor fue financiar un terrorismo de Estado.
Ahora ha cumplido íntegramente su condena. No me cuesta decir que mi reacción no es recibirlo como a un héroe o a una víctima: esos calificativos los reservo para otros casos. Tampoco me cuesta decir que es cierto que su condena fue el resultado de un énfasis policial y judicial que tenían algo de vindicación y propaganda. Ojalá todo vaya normalizándose y al desprestigio de la lucha terrorista le siga la normalización jurídica y la contención en el uso del Derecho penal y penitenciario. Esa normalización, por cierto, incluye el que usted pueda seguir odiando visceralmente a todo aquel que en su día se rozase con la serpiente etarra: está usted en su derecho.

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