La izquierda difícil

[Artículo publicado en la revista CTXT el 27/01/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]

Probablemente una de las tareas más urgentes de la política sea cambiar el sentido de la palabra "bienestar", mudándolo en una moderada pero universal seguridad económica que sirva de soporte para la libertad

Sí, claro que sí, desde algunos medios de comunicación y desde ciertos círculos empresariales se está presionando a favor de la formación de un Gobierno en España que opte por la continuidad en la “ortodoxia” de una política económica que consiste en un saneamiento de las finanzas públicas mediante una contención del gasto social, un rescate de las entidades crediticias financiado con fondos públicos sin contrapartidas y un incremento de la competitividad de las (grandes) empresas basado en el abaratamiento de los costes fiscales y laborales. No deben sorprender ni escandalizar estas presiones, que son legítimas: al fin y al cabo la respuesta a la pregunta de cuál sería el mejor Gobierno para España es libre y forma parte de ese terreno movedizo en que se mezclan argumentación e intereses. Es mucho lo que está en juego, y por eso no es extraño toparse con encuestas-trampa, con editoriales que parecen encíclicas, con declaraciones altisonantes y con "exclusivas" de estrambote cuya finalidad directa es disuadir a Pedro Sánchez de formar gobierno con su mano izquierda.

También es legítimo soplar en sentido contrario, sin pedir permiso ni indulgencia a ningún cuerpo de doctores. Porque de esta política económica puede disentirse no sólo con el corazón, sino también con la cabeza: ya sea por sus consecuencias de desigualdad y pobreza acumulada en un sector de la población que no ha hecho nada para merecerla, ya por la supeditación de la democracia a un orden económico que se sitúa por encima de sus deliberaciones, ya por una radical objeción sobre sus mismos fundamentos. Tiene sentido y es legítimo proponer Gobiernos que se declaren dispuestos a objetar a la ortodoxia y revisar la "base trucada" de la política económica hegemónica en el mundo de la globalización, con sus nuevas formas de explotación y esclavitud, con su capacidad para generar exclusión, sus impúdicos paraísos fiscales, sus pasarelas de corrupción a lo grande y su poder intangible. Tanto sentido tiene, tan importante es, que hacerlo mal puede ser peor que no intentarlo. Y ahí es donde están mis temores.

No me interesa nada en absoluto una izquierda estética, ni tampoco una izquierda de pancarta, utópica y autosatisfecha. Sólo me interesa la que pudiera llegar a ser transformadora: la izquierda difícil. La discrepancia con las directrices de política económica que nos vienen dictadas por el contexto tiene la obligación de ser intelectualmente exigente y políticamente tan audaz como modesta. Porque no basta con el voluntarismo político, la decencia de las buenas intenciones y una mayoría parlamentaria que controle el boletín oficial de un Estado. Hace falta mucho más para que el desenlace no sea un nuevo fracaso y una nueva decepción. No sé, no estoy seguro de si quienes desde Podemos o el ala izquierda del PSOE están propugnando un Gobierno decidido a cambiar la política económica están dispuestos a asumir la dificultad a la que habrían de enfrentarse y los costes que supondría un giro contracorriente que no podría culminarse si no aspira a cambiar a Europa.

Reformar (me refiero a reformar de verdad, y no al "reformismo" de adaptación) requiere mucha energía y un inequívoco apoyo social. Quienes propugnen un cambio de orientación en política económica deben explicar con fidelidad que las medidas que pretenden acometer van a tener que avanzar con el viento en contra y cuesta arriba, que no van a traer la Arcadia a la primera, y que pueden comportar algún sufrimiento. El poder económico existe, no es de mantequilla, sabe lo que necesita e impone sus condiciones en cualquier tablero que le pongan delante. Advertir sobre esto, reconocer la debilidad del poder político, puede no ser popular, pero sí exquisitamente honesto y democrático, porque supone salir del juego de imágenes y apostar fuerte por el camino que puede resultar más eficaz: el más difícil. Me refiero a una resistencia democrática a largo plazo, que no resultaría viable sin implicar a los ciudadanos en objetivos no inmediatos.

Me gustaría oír de Podemos y de los socialistas proclives al cambio un reconocimiento explícito de que tendrán que lidiar en un terreno hostil, mucho menos complaciente que un mitin con público proclive al aplauso: los vencimientos de deuda, la mayor dificultad para financiar las nuevas políticas, la subida de impuestos sin una inmediata visibilidad de sus beneficios. Me gustaría que no prometieran facilidades, sino que pidieran complicidad a los ciudadanos. Que no augurasen más y más "bienestar" inmediato como por arte de magia, para luego echar la culpa a la herencia recibida de Rajoy, sino que propusiesen un camino largo, austero y difícil hacia mayor dignidad: probablemente una de las tareas más urgentes de la política sea cambiar el sentido de la palabra "bienestar", vaciándolo del consumismo tramposo y mudándolo en una moderada pero universal seguridad económica que sirva de soporte para la libertad como ciudadano. Eso no es ajeno a un programa de gobierno de izquierdas.

No basta con decir "podemos". Para poder, para enfrentarse a los excesos del capitalismo trucado de este siglo, hay que estar dispuesto a soportar muchas contrariedades. No basta con suscitar ilusión, es necesario proclamar de antemano las dificultades y pedir resistencia a una ciudadanía tan debilitada por su ansia de un bienestar fácil, rápido, superficial e individualista. Un Gobierno verdaderamente socialdemócrata en España podría convertirse en un Gobierno otra vez fallido, voluntarista y retóricamente aferrado a pequeñas conquistas simbólicas, si no se asienta en la roca de fundamentos sólidos y pacientes, si no es capaz de pedir un compromiso a largo plazo a los españoles y si no se sitúa con inteligencia y estrategia en el contexto de una Europa que no está esperándolo con los brazos abiertos. Si no se va a por todas, si no hay fuerza suficiente, si no se está dispuesto a quemar la propia marca política en el empeño, si se está más preocupado de no perder lo que se tiene que de ganar lo que se puede, sería mejor no intentarlo.

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