La intolerancia estética.

Una queridísima tía mía, hace quinientos años, me preguntó: "Miguel, ¿a qué crees tú que se deberá que los socialistas sean tan feos?". Era el tiempo en el que Felipe iba a ganar las elecciones. Me reí, porque la quería mucho, y pensé: "porque para ti son los malos".
Intuitivamente identificamos belleza con bondad, y maldad con fealdad. Esto genera un doble cruce de relativismos, porque si ya es complicado saber qué es bueno y qué es malo, esa dificultad se multiplica cuando se asocia a algo tan subjetivo como el sentido estético, por muchos cánones que hayan querido enseñarnos. Sobre todo si, como ocurre, tenemos la tendencia de hacer bello lo que queremos: la mirada también interviene en la construcción de la imagen. El caso es que nos manejamos con demasiada frecuencia en esa interferencia.
Tengo amigos que no soportan ver que alguien viste un polo con la bandera de España en el filo del cuello. Inmediatamente brotan dentro de ellos las palabras "pijo" y "fascista". Ya puede el de la bandera luego hablar de Gramsci con soltura o defender iniciativas radicales de acogida al inmigrante,  que no saldrá de las poderosas etiquetas que le han endosado. 
Tengo amigos que ven a una chica con flequillo y se ponen en guardia por si lleva una pistola escondida con intención de asesinarlos; que ven a un joven con una rasta o con pantalones holgados y sandalias y le atribuyen ideas pestilentes y costumbres depravadas; que se cruzan con un hombre con camisa de color rosa y temen que les haga proposiciones. 
Algunos no soportan un cierto desaliño en el atuendo, y otros confunden la raya del peinado con un carácter obsesivo y neurótico, proclive a planteamientos de orden y autoridad, o identifican la gomina con la estupidez.
Pero lo peor no es asociar la maldad con una determinada estética, sino no distinguir la pobreza de la falta de virtud. Es el vicio del "clasismo", que no es capaz de asumir que las diferencias que a uno le favorecen son en gran medida privilegios y no merecimientos propios. El pobre huele mal, tiene la cara y las manos devastadas por trabajos infames, está más expuesto a enfermedades y no puede dedicar sus escasos recursos a la apariencia. Sin llegar a esos extremos, identificamos también la ropa de saldo con el mal gusto, los zapatos gastados con la falta de fundamento personal y los pantalones pasados de moda (ahora la moda pasa rapidísimo, de año en año) con un no enterarse de nada. Nos molesta más el mal olor que la maledicencia, la mancha de café con leche descuidada en la manga que la avaricia. Confundimos una y otra vez  el atuendo, el peinado o la manicura con la virtud o el pecado. Puede más "la pinta" que la conducta.
Es fácil descuidarse y dejarse llevar por un instinto (que más bien es una cultura) que teje filias y fobias en función de apariencias y elementos estéticos. Sé que, en muchos casos, el cuidado personal, la higiene, la elegancia, son la expresión de un respeto hacia los demás. Admiro, por ejemplo, a los ancianos que se empeñan en labores de cuidado personal muy fatigosas para ellos, para que los demás nos sintamos confortables a su lado. Pero el reverso de esa cultura puede desembocar en la intolerancia estética, que por definición es injusta. Es otra forma de inquisición, porque frente a una acusación o un prejuicio basado en el desagrado estético, no hay defensa posible.

Es verdad que hay ciertos uniformes ideológicos, y que al elegir el atuendo estamos dando señales. Pero tomárselas demasiado en serio es, creo yo, cosa de mentes pequeñitas. No puede ser que hayamos asumido ya el deber de la tolerancia en materia de ideas, y que sigamos en el fundamentalismo de las apariencias.

1 Respuesta

  1. profundamente de acuerdo con tu análisis, Miguel. me ha gustado mucho. es un lujo poder compartir tus razonamientos.
    eduardo

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