El estorbo de los derechos humanos

[Artículo publicado en la revista CTXT el 26/07/2016, puedes leerlo en su formato original aquí.]

Erdogán, al menos, debería comprobar que la comunidad internacional, en particular la europea, lo considera un traidor

Erdogán suspende la Convención Europea de Derechos Humanos en territorio turco, amplía a 30 días el plazo de detención policial sin control judicial (que es tanto como abrir un espacio impune para la tortura), depura jueces y fiscales por decreto, expulsa a maestros por razones ideológicas y anuncia el restablecimiento de la pena de muerte. Es fácil imaginar el discurso con el que justifica esas medidas: se trata del orden y de la seguridad. Haríamos bien si traducimos: se trata del poder. Alguien debería decirle sin complacencias que una suspensión arbitraria de los derechos humanos no es otra cosa más que su vulneración definitiva. Lo peor es que alguna ciudadanía europea, atrapada en la ideología de la seguridad, está dispuesta a comprenderlo. Es una tragedia y no podemos mirar a otro lado.

A mitad del siglo XX la comunidad internacional firmó la Declaración Universal de Derechos Humanos, y lo mejor de Europa suscribió la Convención Europea de Derechos Humanos. El mundo acababa de salir de una gran guerra con millones de víctimas y un deterioro descomunal de las relaciones entre los pueblos, marcada por la imposición de la lógica del poder y de los intereses económicos frente a la lógica de la dignidad de la especie humana, convertida en piltrafa, en campos de concentración, en trincheras llenas de cadáveres, en zonas arrasadas por bombas nucleares, en una generación entera perdida en el odio nacionalista inducido por los gerifaltes que manejaron los hilos desde sus despachos y búnkeres. Aquello supuso la constatación de que, tantos siglos después de aparecer la civilización humana, todavía somos capaces de las peores monstruosidades. Más evidente no pudo ser. Por eso la humanidad herida, de la mano de algunos líderes que se propusieron rebuscar en lo mejor de la filosofía moral y política, se puso en marcha y quiso proponerse a sí misma un horizonte que la salvara del infierno que acababa de conocer. Ahí está la grandeza histórica del siglo XX.

Los derechos humanos no son documentos de papel mojado, como tantas veces se dice desde la trinchera escéptica. Lo serán si les echamos agua. Si, en cambio, los sujetamos con cemento y hormigón, ganan en resistencia y son útiles. Ese cemento está en los pactos constitucionales, en los tribunales internacionales, en las garantías a cuyo servicio están las instituciones políticas y judiciales, que a diario interponen límites infranqueables a las decisiones arbitrarias del poder. Y, sobre todo, en la radical convicción de cada individuo de que merece la protección y la dignidad que en esos documentos se le reconoce. Esa radical convicción es imprescindible para que los derechos no se pierdan en los laberintos de los matices, las excepciones, los asuntos de Estado y las exigencias de la "eficacia" (policial, económica, política). Los derechos humanos, o son radicales, o no son derechos humanos, sino un catecismo de buenas intenciones para tiempos fáciles. Por eso aquí los llamamos derechos "fundamentales": sin ellos dejamos de ser como habíamos querido ser.

Pero sepamos que esta radicalidad de los derechos humanos comporta costes. Es algo que habría que aprenderse desde el colegio. La garantía de los derechos puede, claro que sí, mermar otros objetivos legítimos, y tienen no sólo la cara amable que todos estamos dispuestos a compartir cuando el viento sopla a favor, sino el envés duro y difícil de unos límites infranqueables que nos impiden atajos para llegar más rápido: la tortura, por ejemplo, es eficaz para descubrir y prevenir delitos, pero nos la hemos prohibido. La Declaración Universal de Derechos Humanos y la Convención Europea de 1950 proponen algo tan grande como renunciar a cualquier objetivo que deje víctimas en la cuneta, aunque no sean "nuestras víctimas". No es fácil, y hemos de saberlo. Junto a los murales bonitos que hacen nuestros colegiales hablando de vida, de paz, de dignidad, de respeto, de igualdad, lanzando globos al aire, hay que reservar un apartado lleno de advertencias: sepa usted que si de verdad comparte la filosofía moral de los derechos humanos universales, tendrá que renunciar a muchas cosas. Sepa usted que esto va en serio, y que cuando entre en conflicto una política determinada que a usted le beneficia, con el derecho humano de un tercero, usted tiene que ponerse de parte del derecho. Si no, los derechos no serán de la especie, sino del grupo que ha caído en el lado del poder. O los derechos humanos se defienden rígidamente también en situaciones de conflicto, o se convierten en una inmensa mentira. O son universales e incondicionales, o hemos perdido.

El poder de Erdogán se ha desembarazado de los límites de los derechos humanos como de un estorbo. Cuando haya conseguido sus objetivos, volverá a restablecerlos. Pero en el camino, hemos sufrido otra derrota. Es importante reconocerlo y lamentarlo. Erdogán, al menos, debería comprobar que la comunidad internacional, en particular la europea, lo considera un traidor. Debería saber que Europa da más importancia a los derechos de los disidentes turcos que a sus intereses en Turquía, y que está dispuesta a perder ventajas si para conservarlas se le exige la moneda de cambio de los derechos humanos. Ojalá las autoridades europeas sientan el apoyo de sus ciudadanos en esa intransigencia. Mejor es perder un aliado que dejar fuera de la alianza a los derechos que nos dan un sentido moral.

 

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