La carretera.

 

La suela de los zapatos se llena de restos pegajosos de cera al recorrer por la mañana el trayecto hacia el trabajo, por el laberinto de calles del Realejo. Eso significa que es lunes con minúscula, que comienza el tercer trimestre del curso, que ha terminado la Semana Santa y que estamos en primavera.

 
Significa también que ayer por la tarde hicimos el viaje de vuelta: en mi caso, apenas dos horas de coche por la sublime carretera que atraviesa Sierra Mágina, que bordea los Montes Orientales y que desemboca, a la altura de la Venta de la Nava, en el río de la autovía hacia Granada. Una carretera de curvas entre olivos primero, pinos después, y dehesas con encinas entre Guadahortuna y Píñar. El viaje comienza con la sensación de lo que se deja atrás: unos días de procesiones y familia, una comida en el campo, una visita al hospital donde un hombre se marchita, una cena con amigos que terminó a las cuatro de la madrugada en un templo que está rejuveneciendo al enseñar tanta vejez acumulada en su subsuelo y tras sus muros añadidos. El viaje avanza, y los demás se duermen, porque ha anochecido, y poco a poco voy pensando en mis cosas de siempre, en el regreso, en la nueva oportunidad que supone cada reinicio, en cómo pasa el tiempo y en la suerte de estar aquí. A finales de agosto o primeros de septiembre ese viaje de vuelta es dramático, porque el verano acumulado en el cuerpo protesta en lo hondo, como resistiéndose a ser guardado en el arcón hasta el año siguiente; en Semana Santa, sin embargo, no es más que cerrar un pequeño paréntesis muy predecible, y por eso no duele.
 
Cuántas veces he recorrido esa bendita carretera, en trayectos de ida y vuelta. El valle del Guadalquivir, Jódar, Bélmez, Huelma, Guadahortuna, Torrecardela, Píñar, Iznalloz. Cortijos blancos o pardos, nieves en invierno y jaramagos y amapolas en primavera, trigales, el arroyo Jandulilla, las cumbres de Sierra Mágina, y de pronto, al fondo, Sierra Nevada, con el Mulhacén perfectamente dibujado entre la Alcazaba y el Veleta. Un paisaje íntimo lleno de recuerdos de otros viajes en los que pensaba qué quería ser de mayor, o qué quería que fuese de mí en la década que empezaba, o qué cosas me esperaban en el siguiente trimestre. Es uno de los nervios principales de mi vida, el que une Úbeda (los primeros estratos de mi personalidad) con Granada (la ciudad donde más días y más noches he vivido). En una he sido hijo y sigo siéndolo, en otra soy padre desde hace quince años. Es la carretera que me ha permitido una y otra vez escaparme un poco de Granada con ganas y volver a ella también con ganas.
 
La vida tiene muchos sorteos aleatorios, y uno de ellos es el que determina dónde vives. Casi nunca es una elección libre. Yo he lamentado a veces tanto arraigo en una zona tan pequeñita del mundo, pero es la suerte que me ha tocado. Mi vida tiene "toma de tierra", mi remite tiene casi siempre la misma dirección, y ese trozo del mundo está recorrido por la carretera de mi vida. No me deparó mala suerte el sorteo.

1 Respuesta

  1. Lita Curiel

    Es una carretera preciosa. La he recorrido varias veces. Tenemos la suerte de tener ese arraigo a la tierra y que esa tierra sea Andalucía, pocas cosas hay más bonitas y variadas.

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