Unos en patera, otros con talonario

No se trata, a estas alturas, de
echarnos las manos a la cabeza. Pero, ¿cómo callarse ante la idea concebida por
algún secretario de Estado (y al parecer considerada por una comisión
interministerial) de ofrecer la residencia legal española (paso previo a la
nacionalidad) a quienes -¡sin más requisitos!- compren viviendas por más de
160.000 €? ¿Es posible guardar esa noticia en el cajón de “las cosas que
pasan”?

Qué cosas pasan. De tanto gritar
unos y otros, empezamos a no escandalizarnos de casi nada de lo que está
pasando. Todo parece poco más que la espuma de la cerveza que acaban de
servirnos mientras comentamos la actualidad: una tenue efervescencia. Tan
hechos estamos a que todo lo que hagan los gobiernos (el de España, el de
Andalucía, el de Israel) lo hacen porque no hay más remedio, que nuestra
reacción es la de abrir el paraguas, como cuando llueve. Piove, porco governo, podremos llegar a decir, pero nada más: una
vez dicho, abrimos el paraguas de la resignación.
Pero qué triste es que un
secretario de Gobierno haya podido pensar esa medida como posible. Ya sé que lo
anunció en un desayuno informativo organizado por Ernst & Young y 'El Economista', y que en esos desayunos la
gente se desinhibe, pero me temo que su anuncio no fue un simple desliz. Y qué
triste el argumentario que seguramente está preparando esa comisión
interministerial. Ya me lo imagino: se trata de una medida ‘realista’, porque sólo quien tiene
medios puede integrarse en nuestra sociedad; 
inteligente, porque da salida
a nuestro stock inmobiliario y acelerará la salida de la crisis; ‘frecuente’, porque en algún otro país ya
existe; y ‘eficiente’, porque
moviliza los recursos (económicos) sin el estorbos de las fronteras y los
asigna allí donde más utilidad encuentran. Todo eso nos dirán. Y acabarán
rematando: “además, no serán tantos”…
Qué triste sería llegar a tanto.
Hace apenas una década todavía discutíamos con pasión si debíamos tener una
política de inmigración generosa, aún a costa de cierto bienestar, o si
debíamos construir muros de alambre para salvar nuestro equilibrio social. Hace
un año Rajoy proponía en campaña electoral un contrato para el inmigrante: el
contrato del conocimiento de la lengua y la cultura españolas como requisito
para entrar y quedarse un tiempo. Ahora el contrato va a ser otro: el de
compraventa. Usted me da 160.000 euros y yo le doy un piso y una tarjeta de
residencia (por cierto, ¿por cuánto tiempo? ¿hasta que venda el piso?). La
residencia “legal”, eso tan ansiado por cientos de miles de pobres e
indigentes,  queda convertida en una
oferta promocional del mercado inmobiliario.
Hace tiempo que los más cínicos (en
sentido estricto) alzaron su voz para desterrar nuestra ingenuidad y para
hacernos comprender que las decisiones públicas no deben juzgarse con los
criterios buenistas de la ética privada; y que por tanto razones de Estado e
imperativos económicos pueden justificar medidas que uno no podría adoptar para
su casa sin enormes problemas de conciencia. Nos adiestraron día a día,
reglamento a reglamento, discurso a discurso, a eludir la pregunta moral, la
variable ética de la decisión política, aplastada por el imperativo categórico
de una contabilidad manejada por managers de empresa metidos a política. En
todas partes. Acabaron quizás convenciéndonos de que los principios están bien
para proclamarlos y también para blandirlos cuando conviene, pero no para
cuestionar las determinaciones del poder. Del poder que manda. Ese que además
llama hipócritas a quienes oponen reparos morales.
Pero no. Aunque fuese inteligente,
eficiente, frecuente y realista, una medida así no puede proponerse sin ser
inmediatamente protestada. En efecto: por una cuestión de principios. Porque no
quiero hacerme tan feo. Porque quiero sentirme miembro de un país que tiene
cierta capacidad de resistencia moral. No puede ser que para cuadrar un balance
digamos que quienes tienen 160.000 € pueden entrar en este país y quedarse, y
los que no los tengan se quedan fuera. No puede ser que al héroe etíope o senegalés
que ha sido capaz de ahorrar para pagar la patera y llegar a nuestras costas
con la espalda mojada lo estemos buscando para echarlo y no le demos asistencia
médica si cae enfermo entre nosotros, mientras otros entran de pleno derecho
con un contrato de compraventa y un talón de 160.000 euros. Si la alternativa
no es flexibilizar o matizar los criterios de concesión de residencia para
todos, prefiero entonces la insolidaridad al menos igualitaria de que el que
trae talonario también tenga que mojarse en la patera o pincharse en el
alambre.
Es verdad que la política no
puede ser un simple repertorio de buenos propósitos y de virtudes morales. Pero
también es verdad, y si no que me lo avisen a tiempo, que la moral y la
política no pueden alejarse tanto, tanto, como para que nuestro Boletín Oficial
del Estado llegue a decir algún día, en nuestro nombre, que aquello que se les
niega a quienes arriesgan su vida misma por conseguirlo, se les concede a quienes
simplemente arriesguen 160.000 euros. Me podrán dibujar en un gráfico, en un
desayuno de trabajo, las ventajas para el PIB a corto plazo, pero yo quedaré o
avergonzado o indignado. Vendido y comprado.

2 Respuestas

  1. Montse Martin

    Miguel, como siempre, decirte GRACIAS por poner en palabras coherentes el batiburrillo que tengo en mi cabeza y ver que no soy la única a la que todos estos sinsentidos me chirrian. Gracias.

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