Un diagnóstico constitucional a grandes rasgos.

La Constitución (la de 1978) tiene varios tipos de contenidos. Están las normas "suelo", que definen el Estado y sus reglas básicas de funcionamiento, y consagran unos derechos intocables a disposición de cada individuo, se encuentre en minoría o en mayoría; y están también las normas "horizonte", que señalan horizontes de acción política.

Sobre el "suelo" constitucional hay un generalizado consenso que no debemos despreciar, porque probablemente constituye el núcleo más importante del texto constitucional: me refiero al procedimiento democrático para la elección de los miembros del poder legislativo, a la consagración de unos derechos "fundamentales" (es decir, con el máximo rango e intensidad de protección jurídica), a la separación de poderes, al pluralismo de partidos políticos, a la existencia de un órgano de defensa de la Constitución frente al poder de una mayoría coyuntural (el Tribunal Constitucional), a la aconfesionalidad del Estado, y a la descentralización no sólo administrativa, sino política, a la Monarquía parlamentaria como forma de designación y ejercicio de la Jefatura del Estado. Sobre estos aspectos hay consensos básicos que no están aparentemente amenazados, pero es claro que se ha abierto con fuerza el debate tanto sobre la forma de Estado (monarquía o república) y sobre la organización territorial (distribución de competencias entre Estado y autonomías, y consagración o no de un derecho de autodeterminación).

Sobre las normas "horizonte" la discusión no está, por lo general, en el valor de los objetivos que se proponen (sobre todo en el capítulo tercero del Título I, denominado "De los principios rectores de la política social y económica": la protección de la familia e infancia, la redistribución justa de la renta, el pleno empleo, la seguridad social, el retorno de los emigrantes, la salud, el acceso a la cultura, el medio ambiente, la conservación del patrimonio cultural, el derecho a la vivienda, la atención de los discapacitados y de la tercera edad, la defensa de los consumidores), sino en su intensidad de protección: de estos principios. El artículo 53.3 sólo dice de ellos que "informarán la legislación, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos", lo que significa que su desarrollo y efectividad quedaron confiados al libre juego de la acción política, sin imponer límites o determinaciones concretas a cada mayoría parlamentaria o a cada Gobierno. Dicho de otro modo, cada Gobierno o cada mayoría parlamentaria podrá concebir de manera distinta el alcance y la dedicación al logro de tales objetivos, y no podrán recibir por ello un reproche jurídico-constitucional, sino tan sólo político-electoral.

¿Ha envejecido la Constitución hasta el punto de que sea no sólo oportuna, sino "necesaria" su reforma? ¿En qué momento debe reformarse una Constitución? ¿Cuáles son las principales amenazas y deterioros de aquel consenso que constituyó una nueva España recién salida de una dictadura?

Una de las amenazas, quizás aquella de la que más se habla, es la pulsión independentista en Cataluña, cuyo Parlamento ha decidido acometer un proceso de distanciamiento del esquema territorial constitucional completamente al margen de los procedimientos constitucionales (la desconexión), probablemente por no disponer de cauces constitucionales habilitados para resolver ese problema mediante métodos democráticos.

Luego está la amenaza populista. Me refiero al populismo "purificador" de ultraderecha, que propugna una regresión que aspectos que forman parte del "suelo constitucional": una reducción de la democracia a la simple lógica de las mayorías electorales, sin el límite de los derechos de los individuos y de las minorías, con una mayor prevalencia del orden público (y la consiguiente represeión de la disidencia), con una exacerbación de la protección del nacional frente al extranjero, y con una suerte de nueva confesionalidad, no religiosa pero sí cultural, con aspiración de levantar diques al multiculturalismo.

Por último, está la amenaza de la tecnocracia, que está procurando otra reducción de la democracia en sentido inverso al populismo, es decir, la imposición de ámbitos de decisión exentos del riesgo de la "democracia", en la medida en que se imponen al poder mismo, sin ningún apoyo constitucional, y en beneficio directo de una élite. Esta amenaza no va referida al suelo constitucional, sino a su horizonte (los principios rectores de la política social y económica), que quedan subordinados a exigencias mayores, de entre las que destaca la desaparición de los obstáculos para la libre circulación de capitales, bienes y servicios, es decir, la globalización económica sin límites o fronteras constitucionales, cuya manera de llevarse a cabo ha sido el gran logro del neoliberalismo y la gran derrota de la socialdemocracia.

Cuando pienso en los populismos nacionalistas purificadores, los de ultraderecha, mi reacción es defensiva: madre mía, que me quede como estoy.

Cuando pienso en el deterioro de nuestro pacto social como consecuencia de la falta de un verdadero marco político adaptado a la realidad de una gran economía global que ha logrado saltarse los límites políticos tan cuidadosamente construidos en el seno de los Estados, mi reacción es ofensiva: me siento engañado, y entiendo que o provocamos una reacción de tipo constitucionalista que reivindique la fuerza del poder democrático frente a la dictadura de las tendencias de concentración de capital, o acabaremos escindiendo definitivamente la sociedad en dos bandos, los vencedores y los vencidos, de manera que nunca más habrá un sentimiento de "nación" constitucional que merezca la pena conservar, sino conflictos sociales que irán internacionalizándose al modo de la lucha de clases que en su día definió Marx. O sea, un desastre provocado por la codicia.

Estos son mis sentimientos en el día en que se celebra un momento lúcido de la historia de España: la aprobación de la Constitución de 1978.

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