Pena de muerte, todavía.

 Un feliz y causal coincidencia; el mismo día que Francisco I abandera una llamada para la abolición de la pena de muerte en todo el mundo (https://actualidad.rt.com/actualidad/200244-papa-francisco-llamado-prohibir-pena-muerte-mundo), en casa hemos visto la película "Pena de muerte", de Tim Robbins (el título original es "Dead Man Walking"), protagonizada por Susan Sarandon y Sean Penn, sin duda alguna el más lúcido alegato que jamás he visto en el cine contra la pena capital.
En casi todas las películas sobre la pena de muerte se repiten dos constantes: 1) el reo no es culpable y va a ser ejecutado injustamente; 2) un descubrimiento de última hora de un abogado o de un investigador tenaz constituye la prueba de su inocencia, y se libra una batalla contra reloj para detener la ejecución, que se salda con victoria en el último instante.
En "Pena de muerte", el reo Matthew Poncelet, acusado del espantoso asesinato de una pareja de adolescentes tras haber violado a la chica en compañía de un colega que tuvo mejores abogados y sólo fue condenado a la cadena perpetua, afirma su inocencia ante la monja y consejera espiritual Helen Prejean, quien consigue la ayuda de un abogado altruista para intentar la revocación de la sentencia. Los intentos jurídicos no dan resultado alguno, porque la condena se basa en pruebas suficientes, y porque hay elecciones y el Gobernador no puede exponerse a perder los votos de una sociedad que prefiere la "mano dura" frente al crimen.
En paralelo, la hermana Helen se entrevista también con los padres de los muchachos asesinados, y puede comprobar el inmenso dolor y el definitivo daño que les causó la pérdida de sus hijos: el espectador llega a hacerse cargo de ese sentimiento de los padres, que necesitan la ejecución para intentar (desde luego en vano) echar tierra sobre el enorme agujero que llevan dentro.
Poco antes de la ejecución, por fin Matthew se desmorona y reconoce ante Helen su culpabilidad, hasta el punto de llegar a experimentar algo parecido a un arrepentimiento que le devuelve, íntegra, su dignidad humana: ese es el único (pero enorme) triunfo de Helen en su cometido como "consejera espiritual" de Matthew Poncelet, aunque también puede incluirse en su haber el conseguir algún atisbo de perdón (o al menos de liberación de su necesidad de venganza) en uno de los padres. La descripción lenta y compleja de los últimos momentos previos a la ejecución consigue que el espectador tenga compasión de él y lamente su ejecución, aunque no pueda sino consternarse por el monstruoso delito que cometió (que en flash back va fragmentariamente reconstruyéndose a lo largo de la película hasta sus últimos detalles).
Esa es la clave para mí: lo más aborrecible de la pena de muerte no es la (remota) posibilidad de que pueda infligirse irremediablemente sobre inocentes, sin posibilidad de reparación posterior. Su abolición no la defiendo como una garantía frente a posibles errores judiciales, sino como la preservación de una línea roja que en ningún caso, ni siquiera ante el delito más abominable que pudiéramos concebir, es admisible transgredir. Programar el día y la hora para la muerte de una persona es transgredir el más alto límite moral, que es el "no matarás". Quien mata transgrede ese límite y es un delincuente, pero quien condena a muerte al que mata degrada definitivamente la dignidad humana como bien social. La colectividad no puede tener ningún derecho sobre la vida de un individuo, ni siquiera ante el más culpable de los culpables, entre otras cosas porque la "restitución moral" de las víctimas o el supuesto efecto disuasorio para futuros delincuentes no pueden valer más que una vida concreta y singular: el reo está encerrado, y los futuros delincuentes no van a decidir cometer o no el crimen según que la pena sean treinta años de cárcel o una ejecución programada dentro de seis u ocho años. La vida nunca puede ser la variable de ajuste de una estrategia de lucha contra el delito. Matar es delito, pero ejecutar una condena judicial de muerte es condenarnos a todos a la miseria moral. No es la conclusión de un análisis de costes y beneficios, es una cuestión de principios.
Esto lo teníamos muy claro hace décadas, y así lo decidimos en la Constitución (aunque en ella se reserve aún esa baza para los tiempos de guerra). No sé si tal consenso permanece hoy intacto. La ideología de la seguridad hace estragos, y la gente se ha quedado sin reservas morales como para aceptar límites en la defensa frente al crimen.  ¿Por qué habríamos de ser compasivos, por ejemplo, con quien fríamente cogió un fusil y mató en París a todos los que se encontró en su camino, o con quien organizó la matanza del 11-M en Madrid? ¿Tienen derecho esos monstruos a ser tratados como humanos? La respuesta no es hoy día evidente, porque necesita un discurso, un armazón hecho con materiales de índole moral (religiosa o no) que a duras penas resiste el embate de instintos más primarios de pura venganza, aunque sea institucional, aunque la ejecuten verdugos, y aunque demos al reo el derecho a elegir el menú de su última cena.
En los pasillos de la Real Chancillería de Granada se exhibe en una hornacina un garrote vil. A diario paso a su lado. Quienes lo ven suelen torcer el gesto ante la brutalidad del mecanismo. Tan brutal como una inyección de penthotal que, en un minuto, convierte a una persona en un cadáver por decisión judicial.

4 Respuestas

  1. Excelente artículo. Un placer seguirte.

  2. Gracias!

  3. Magnífico artículo sobre una magnífica película que también me impresionó, y que completaría con otra gran película que creo al menos a la altura de ésta, me refiero a "El Verdugo" de Berlanga, una tragicomedia que reflexiona sobre la otra víctima de una ejecución, y que no sólo es el verdugo, sino en cierto modo toda sociedad que la ejecuta.

  4. De su principiaoismo de raigambre kantiana ( no tomar nunca a un ser humano como medio para nuestros propósitos) entiendo que se derivaría la anulación del atenuante o eximente de legítima defensa. ¿No?.
    Por otra parte, no sé yo si la verdadera compasión no puede consistir en algunas ocasiones en quitar la vida al monstruo que ha sido incapaz de comprender la monstruosidad humana de su delito dándose él mismo la muerte.

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