La Constitución no decÃa nada que no pareciera lógico, aunque supiese a nuevo. Para mi generación, que habÃa hecho la escuela sumergida en el "florido pensil" del franquismo, que en el Instituto percibió cómo algunas puertas estaban abriéndose hacia nuevos escenarios, y que pudo votarla justo al alcanzar la mayorÃa de edad, la Constitución simplemente fijaba, quizás más pronto de lo que pensábamos, lo que de todas formas tenÃa que llegar: la democracia, el sufragio universal, las libertades, la igualdad de todos los ciudadanos, los derechos humanos, la separación de poderes, la autonomÃa, la aconfesionalidad y los buenos deseos de justicia social. Nada resultó difÃcil de aceptar ni doloroso para nosotros, ni siquiera la monarquÃa, porque lo que importaba entonces es que el Jefe del Estado no mandase, y que quien mandase fuese elegido en las urnas. Supimos que el consenso era difÃcil, y presenciábamos cómo disputaban el búnker, los reformistas y los rupturistas, y de esa disputa resultó un consenso que era muy parecido a nuestro lenguaje. En realidad el verdadero acontecimiento habÃa sido la hasta entonces improbable muerte de Franco, y la Constitución fue algo parecido al resultado de despejar una regla de tres.
Treinta y siete años después, el Congreso de los Diputados y el Senado, la MonarquÃa, las comunidades autónomas, el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial tienen un largo recorrido. No son ideas ni fórmulas, sino realidades con pasado y trayectoria. Es lógico que al pensar en esas instituciones valoremos también lo que se ha hecho de ellas. Y en ese análisis natural, aparecen dos nombres propios: el PSOE y el PP. Tan es asÃ, que a uno le sorprende que la Constitución no los mencione. Como si además de la Carrera de San Jerónimo, la Moncloa y la Zarzuela, Génova y Ferraz fuesen sedes de poderes constitucionales expresamente mencionados. Sorprende que no mencione a Felipe Gonzáles ni a Aznar, a Zapatero ni a Rajoy, igual que no menciona a AndalucÃa ni a Cataluña, ni a Tomás y Valiente, ni a Felipe VI. Y lo que me pregunto a mà mismo es si la reforma de la Constitución de la que no paramos de hablar no es, en gran medida, una suerte de finiquito de servicios prestados a un bipartidismo con el que España se sintió cómoda varias décadas, y ya no tanto.
Bonifacio de la Cuadra ha defendido en "Democracia de papel" el valor de la transición y de una Constitución que sólo fue posible gracias a una clase polÃtica que, entonces, se puso de puntillas y dio lo mejor de sÃ. Pero también ha denunciado, en ese mismo libro, la claudicación de esa clase polÃtica en derivas de amortización del poder y relectura "a la baja" de los propósitos constitucionales en materia de derechos humanos, de independencia judicial, de igualdad, y de democracia y de participación polÃtica. Yo comparto el diagnóstico de Bonifacio de la Cuadra, y muchas (casi todas) las tesis que en él expone, hasta el punto de creo que deberÃa ser de lectura obligatoria en los centros de enseñanza para entender lo que ha sido de la España polÃtica en estas décadas. Pero, dejando al margen por un ratito el dichoso problema de la organización territorial, añadirÃa otro frente de análisis sin el que no se podrÃa entender por qué percibimos a nuestra Constitución un poquito envejecida: me refiero a la globalización.
SÃ, es la globalización, es decir, la enorme acumulación de poder de algunas empresas y la disociación entre centros de poder polÃtico (el Estado) y "teatro de operaciones" (el mercado sin fronteras) lo que ha hecho envejecer a nuestra Constitución. Porque tampoco encontraremos en su texto expresiones como "G7", deslocalización, Internet, paraÃsos fiscales, FMI o Banco Central Europeo. De manera que el derecho a la intimidad, el derecho al trabajo y a una vivienda digna, la supeditación de la riqueza nacional al bien común, y el mismo concepto de "ley" como expresión de la soberanÃa nacional, han cambiado profundamente de significado.
Pero tomarse en serio este déficit constitucional derivado de su empequeñecimiento por unas fronteras que tienen la puerta abierta (de entrada y salida) a los productos, a los servicios y al capital y sólo entreabierta a los trabajadores y a los derechos, puede resultar desazonador. Entre tanto, no está mal que nos digamos de vez en cuando que la democracia es mejor que la dictadura, que el poder (incluso el de la mayorÃa) debe tener lÃmites, y que los ciudadanos lo somos porque tenemos derechos a cuyo servicio está toda la estructura del Estado y que nada de eso es posible sin una Constitución.
Discutimos mucho sobre si hace falta "otra" Constitución. Quizás deberÃamos darnos cuenta de que lo que hace falta es "más Constitución". Hay demasiadas cosas importantes fuera de ella.
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by Bartolomé Rivas Castro