La hora de comer.

La hora de comer en la ciudad: gente apurando alguna cerveza con aire acondicionado antes de marcharse a casa donde encontrará gazpacho. La hora de comer en casa: el noticiario en la radio, las persianas echadas, la botella de cristal con agua fresca de la nevera. La hora de comer en la playa: bocadillos envueltos en papel aluminio, la sombrilla sitiada por un sol que aplasta, cremas y chiringuito. La hora de comer en la plaza vacía de un pueblo de interior, con ruido de cubiertos saliendo de las ventanas umbrías. La hora de comer en la carretera: parada en un área de servicio, una explanada con multitud de coches abrasados y brillantes, gente en chanclas y bermudas titubeando frente al autoservicio; o parada en un área de descanso entre pinos estoicos y papeleras desbordadas, ruido de coches y camiones que hace un rato habíamos adelantado. La hora de comer en verano, un rato antes de una pequeña siesta que abrirá la tarde. El verano está alcanzando su cima. Agosto está, todavía, intacto: reservado, planificado, pero entero. Septiembre aún no existe.

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