La arqueología del verano.

 
 
Verano. Tiempo de pensar en otras cosas. Aflojen todo lo que puedan, déjense llevar por cierto aturdimiento, por cierto desmayo que los distanciará de afanes pequeñitos. Para eso inventó dios el calor, las chicharras, y también las noches de grillos y calma quieta: para que aprendamos a no agitarnos con tonterías. Hay que cuidarse, hay que volver a aquellas cosas de largo recorrido que quedaron pendientes de verano en verano y que los horarios apretados de otoño dejan aplastadas debajo de papeles más urgentes y menos importantes.
 
Junio, alcanzado ya el solsticio. Huele a vacaciones, aunque todavía estén lejos. Pero las vacaciones hay que ir anticipándolas como una cuña insidiosa y amable en las noches y, si se puede, en las tardes alargadas de junio y julio, aunque no haya todavía ni playa ni campo ni planos de ciudades europeas. El objetivo es tocar fondo, hacer cuerpo con el leve y constante movimiento de la Tierra: la mañana, el mediodía, la tarde, la noche. Pero para llegar a tocar fondo hay que empezar el viaje ya: excavar, profundizar, interesarse por los agujeros de las plataformas que nos llevan de acá para allá demasiado deprisa, recorrer la arqueología de nuestras edades hasta encontrar un momento concreto que resuma la eternidad del verano: una fuente, un desconcierto a media tarde, una casa, una emoción, un paseo nocturno, una mañana de plenitud. Sólo la pereza o la desesperanza pueden interponerse entre esa felicidad antigua que sigue esperándonos, y este verano que ahora empieza.   
 
 
 

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