Espiados

Antes era el penetrante y omnipresente ojo de Dios el que nos vigilaba en la intimidad. Los pecados privados se confesaban porque sabíamos que Dios los conocía en el acto: era vano borrar huellas, invocar ausencia de pruebas, de testigos o de documentos, porque el Juez hacía Trinidad con el Fiscal que todo lo sabía. Tan importante era la virtud privada como la pública. 
Hubo un paréntesis en que la impunidad sí pudo cobijarse en el secreto de las conversaciones, en la habitación reservada, en los sobres cerrados de la correspondencia, en el secreto de los Bancos, en la oscuridad de la soledad. Cerramos el párpado de Dios y nos sentimos dueños de nuestra privacidad. Todo lo que no fuese delito público, denunciado y constatado, podía quedar silenciado, y la dignidad quedaba intacta: nos peinábamos, elegíamos la camisa más blanca, y en la calle podíamos seguir siendo buenas personas. 
Ahora se ha cerrado el paréntesis. Los satélites, situados entre el cielo y la tierra, han sustituido a Dios. Identifican el periódico que leemos, succionan nuestras palabras, saben quiénes son nuestros amigos, dónde estamos, qué hemos comprado, a qué horas nos acostamos y qué tráfico de sentimientos nos recorre a cualquiera hora del día. Nuestro ordenador es una ventana abierta, nuestro teléfono un altavoz. El dios de la seguridad universal nos exige la ofrenda y el tributo de nuestra transparencia. Todo lo oculto es sospechoso. Todo secreto es intolerable. No es preciso gritar para ser oídos. Complicados algoritmos cruzan datos sensibles y retratan nuestro rostro. Matrix crece, al tiempo que nosotros menguamos.
Hemos de acostumbrarnos. Acaso quede algún cobijo, pero será casual, contingente, inseguro. No merece la pena buscar los puntos ciegos del Espía: es mejor el acto de rebelión de delatarse.
Y saludo a la afición, que me estará escuchando.

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