Enseñanza del derecho y formación de los juristas

Conferencia en la celebración de la festividad de San Raimundo de Peñafort

Facultad de Derecho, Universidad de Almería.

2003

Me permitirán que en una ocasión tan arriesgada como esta comience de la mano del Código Civil, que tanta seguridad y naturalidad da en una Facultad de Derecho. Me apoyaré, para empezar, en su artículo 29 que, como saben, viene diciendo desde hace más de cien años que no se es persona mientras no se nazca, pero que una vez nacida, la persona lo fue desde el momento de la concepción para todos los efectos que le favorezcan. No se preocupen: no voy a hablarles del aborto. Quiero, más bien, tomar prestada la lógica profunda de este artículo, el “ya sí, pero todavía no”, para proponerles una reflexión: los estudiantes que ahora están cursando los estudios de Derecho no son todavía licenciados, pero ya están siendo abogados, jueces, fiscales, inspectores, notarios, secretarios de Ayuntamiento. Todavía no, pero ya sí. Aún no saben si aprobarán el Internacional Público o el Procesal II, pero el día que tomen posesión de su cargo en el Juzgado de Úbeda, o en la Notaría de Adra, o el día que juren como abogados, o cuando se queden por primera vez solos en el despacho que les asignen en el negociado correspondiente de la Administración en la que hayan ganado la plaza, se darán cuenta de que el cuentakilómetros no está a cero, que ya está muy rodado, que un largo embarazo mantuvo oculto al concebido, latente, hasta el momento de un parto que simplemente da a la luz algo que estaba ahí dentro desarrollando cadenas de ácido desoxirribonucleico y nutriendo pausadamente un cuerpo al que ya le salieron las manos, los pies, los ojos, en realidad todo.

Tómenlo si quieren como una metáfora. Pero no es una invitación al optimismo ni un brindis demasiado anticipado, sino más bien una llamada a la dignidad universitaria: si los estudiantes de hoy todavía no pero ya sí están empezando a ser profesionales del Derecho, eso significa que de cómo enfoquen su aprendizaje en la Facultad, y de cómo los profesores trabajemos para formarlos, dependerá en alguna medida la calidad de las sentencias y de las demandas y de las calificaciones registrales y de los informes jurídicos de mañana, dependerá que mañana contemos con buenos profesionales o con impostores. Porque, y aquí va lo que con más convicción puedo yo decir sobre el tema del que tan atrevidamente acepté disertar, el componente universitario es importante en el itinerario de formación de un buen profesional del Derecho, y no es sustituible ni compensable con lo que viene detrás, con las oposiciones, o los stages, o las prácticas, o las pasantías o los cursos de máster. No estoy diciendo, por supuesto, que esta fase de formación de postgrado, específica para cada profesión, valga menos o sea más prescindible que la universitaria. Me estoy limitando a decir algo que tendría que ser obvio y no necesitar una disertación en el día de San Raimundo para reafirmarlo: que el tiempo de Universidad es una ocasión para aprender que no se repite. Que si el nasciturus de abogado o de juez no se nutre del líquido amniótico universitario es muy probable que se manifieste después alguna malformación, al menos alguna carencia irreversible. Que la ocasión de aprender Derecho que ofrecen los cinco años de licenciatura es única y no admite rebajas de enero: ahora o nunca. O ahora se aprenden al modo universitario los rudimentos y los fundamentos del jurista, o faltará para siempre esa base, por más pericia y argucias que se aprendan después. Estoy queriendo decir, en definitiva, que no hay mejor comienzo para un buen profesional que una buena licenciatura.

Y sin embargo, no es esto lo que se oye todos los días. Más bien prevalece un rumor estúpido de que la carrera no vale más que para obtener el título, es decir, el requisito para después “empezar de verdad”. Cuánto daño hace este nefasto consejo a tantos jóvenes que estarían dispuestos a empezar de verdad ya en la Universidad, con ilusión, con dedicación, con la impresión de que ya están cuidando de su preparación profesional, compensando con su trabajo las deficiencias del servicio que les ofrecemos, conscientes de que no da lo mismo saber o no saber digerir la información que se recibe en cinco años de clases, estudio y exámenes. Y más grave aún: qué pena que muchos de los que eso dicen sean precisamente profesores de Derecho, que a fuerza de abdicar de su empeño en ofrecer una docencia de calidad, acaban convirtiéndose en funcionarios sin función y cómplices de un fraude: “hagamos lo que buenamente podamos”, parecen decirse, “que después la vida pondrá a cada uno en su sitio”. Claro que la vida pone a cada cual en su sitio, pero es que la vida es ya esto, es, por ejemplo, recibir o no buenos consejos al inicio de los estudios universitarios; y es que a uno le hayan tocado o no en suerte profesores que creen en su trabajo y son capaces de transmitir algo de afición por el Derecho y de perfeccionar continuamente su estrategia para iniciar a sus alumnos en una determinada materia.

Una buena licenciatura, sí, ese es el mejor comienzo para un profesional del Derecho. Pero, ¿qué es una buena licenciatura? ¿En qué han de empeñarse las Facultades de Derecho para que la formación universitaria no sea un barniz que se descascarilla apenas acometen las inclemencias del tiempo? ¿de qué depende que la formación universitaria afinque de verdad en el licenciado y sirva de base útil para enganchar después la pericia de cada oficio y el perfeccionamiento obligado a cada profesional? ¿Cómo conseguir que la enseñanza universitaria del Derecho sea de verdad un valioso y duradero componente de la formación del abogado, del Juez o del notario? ¿Tienen ustedes más o menos contestada esta pregunta? Yo no sé si, a pesar de la espectacular sacudida que ha experimentado la Universidad española en general, y las Facultades de Derecho en particular, con motivo de la confección e implantación de los nuevos planes de estudios, no hemos descuidado algo la reflexión sobre nuestra función y nuestros objetivos. Casi diría que mi impresión, y creo de la de muchos, es que ha sido una ocasión perdida. Y me pregunto si, bajo la carcasa común del plan de estudios, de la ordenación docente, de los créditos, de los exámenes y de las Actas, existen de verdad objetivos comunes capaz de encauzar en una dirección más o menos definida tanta energía como cotidianamente se emplea en cualquiera de las Facultades de Derecho de España, o si, por el contrario, cada iniciativa de cada profesor empieza y acaba en sí misma, sin engancharse a otras, sin alinearse en un proyecto, desde luego plural, pero con algún grado de definición. Todo parece que funciona, porque hay movimiento, porque los alumnos se matriculan y se licencian, porque Secretaría se llena de actas cada fin de curso, pero no sé si el descomunal esfuerzo de estudiantes, profesores, personal administrativo, órganos de gobierno, y también contribuyentes, se aprovecha eficientemente o se desperdicia por no estar claro cuál ha de ser la dirección del movimiento.

Hay una respuesta tópica a esta pregunta que yo no desmentiré. Se suele decir que la Universidad debe abandonar su ensimismamiento y responder a las exigencias de su entorno, orientándose primordialmente hacia la capacitación profesional. Que debe pasar de ser el Templo del Saber a ser el Taller de Juristas. Así, más que en el aprendizaje de conceptos, la licenciatura, se dice, debe consistir en el adiestramiento de determinadas habilidades: la argumentación, el manejo de la jurisprudencia, la familiaridad con los textos legales, etc. Digo que no desmentiré esta respuesta porque ojalá nuestras Facultades fuesen capaces de enseñar a pensar, de enseñar a leer una sentencia, de enseñar a expresar un argumento jurídico por escrito, o de enseñar a poner nombre a las cosas; ojalá que vaya abandonando de una vez un planteamiento enciclopédico, todavía tan presente en la mente de tantos profesores que no conciben que un alumno pueda salir de la Facultad sin haber estudiado nunca el usufructo o el delito de resistencia a los agentes de la autoridad, y consideran sin embargo un mal menor, apenas perceptible en las calificaciones, que no sepa al terminar quinto manejar un repertorio de jurisprudencia ni sea capaz de distinguir una cuestión de hecho de una cuestión de derecho. ¡Ya que supiéramos, de verdad, suministrar una buena base metodológica, útil para el ejercicio de cualquier profesión jurídica!.

Esto es verdad, y yo creo que más o menos hemos transitado ya, una mayoría de profesores, desde una primera fase en la que lo importante eran los contenidos del temario, a otra en que lo que hemos pretendido, con éxito o sin él, ha sido familiarizar al alumno con los problemas típicos de la asignatura a nuestro cargo y con las técnicas e instrumentos (conceptuales, discursivos, metodológicos) para enfrentarse a ellos; hemos acabado comprendiendo la utilidad de dedicar una semana al comentario de una sola sentencia, la importancia que en la formación de cada alumno tiene haberse enfrentado con ganas alguna vez a un texto, un caso o un problema, aunque otras partes del programa hayan quedado sin tocar y otras páginas del libro sin abrir; y estamos convencidos, en definitiva, de que vale más eso que dedicar las clases a suministrar unos apuntes que luego sean el material de estudio para el examen. Pero, mientras consolidamos ese avance, las Facultades de Derecho han de cuidar otro aspecto de la formación de los alumnos que sólo a ellas compete y que en mi opinión es irrenunciable: la transmisión de la cultura jurídica.

Transmisión de la cultura jurídica. Cuidado con las palabras. Algunos oyen “cultura jurídica” y piensan sin más en la historia del Derecho, o en los debates célebres entre Savigny e Ihering, entre Carnelutti y Calamandrei, piensan en Kelsen, Bártulo, Francisco Suárez o Puffendorf, e identifican cultura jurídica con una historia por cierto vulgarizada de las ideas jurídicas. Sin denostar la monumental aportación de tantos juristas no me estoy refiriendo a algo tan noble como la filosofía del Derecho, la pandectística o el iusnaturalismo. No estoy hablando de una arqueología de la ciencia jurídica, sino de una mirada especial al ordenamiento jurídico, a la forma de ser de nuestro sistema jurídico, que tiene claves de comprensión y análisis que no afloran de una lectura del texto de una ley y requieren un exigente esfuerzo didáctico que sólo la Universidad está en condiciones de ofrecer.

Creo que a estas alturas está claro que el Derecho no es una suma de leyes, ni siquiera una suma de leyes, directivas y sentencias. La estructura del ordenamiento jurídico, además de componentes normativos, tiene también muchos materiales de carácter cultural. Me estoy refiriendo a cosas como la noción de garantía constitucional, el principio de intervención mínima del Derecho penal o el principio de autonomía de la voluntad, la regla de no retroactividad o la arbitrariedad como límite de la discrecionalidad de la Administración pública, la fe pública registral o el principio de aportación de parte en el proceso civil. No hablo, pues, de alturas abstractas ni de historias remotas, sino de un entramado de principios técnicos que son expresión de grandes opciones culturales y que dan consistencia a las leyes y a la argumentación jurídica, que definen la manera de ser de nuestro Derecho. Eso tenemos que enseñárselo a nuestros alumnos. Eso tienen que aprenderlo los estudiantes. O nos dedicamos a eso, o irá poco a poco, en un par de generaciones, enquistándose ese acervo cultural de los juristas.

Reivindicar la cultura jurídica no es un reflejo reaccionario contra la modernización de una Universidad abierta a las demandas de su entorno. No es, claro que no, enrocarse en la tradición y hacer de conservadores de museos, de piezas de otro mundo, ni cultivar plantas exóticas que no sobreviven a la intemperie. La cultura jurídica es la memoria histórica del Derecho, es decir, un precipitado de fórmulas, instituciones, principios y criterios que entre tanto vaivén de golpes legislativos y decisiones judiciales, se han consolidado como útiles para ordenar la convivencia, para limitar el arbitrismo del poder y para sostener la misma democracia. Una sociedad compleja y evolucionada necesita cultura jurídica además de leyes, y necesita juristas además de expertos profesionales. A mi no me cabe duda de que el componente de cultura jurídica que integra nuestra civilización no es menos decisivo que otros componentes aparentemente más espectaculares, como la cultura empresarial o económica, la cultura política, la cultura artística. Una sociedad con bajo grado de cultura jurídica es menos sólida o menos resistente a vientos de arbitrismo. Es importante que quienes hayan de ser abogados, funcionarios, jueces o Letrados de la Junta de Andalucía o de la Seguridad Social tengan noticia de los fundamentos del Derecho constitucional, del Derecho privado, del Derecho penal, del Derecho procesal, del Derecho comunitario o del Derecho Administrativo. Así será más difícil que cosas tan importantes en una sociedad como la lucha contra la delincuencia, la organización de las relaciones familiares o las garantías jurisdiccionales se vean expuestas a un tratamiento vulgarizado a nivel de periodistas y tertulianos, del que el poder político de turno pueda sacar partido para legislar sin rigor y sin memoria histórica pero con la complacencia de una opinión pública más bien... desprevenida. No quiero pisar terreno de minas, pero diré que la cultura jurídica de una sociedad puede servir, por ejemplo, para sospechar largamente de la eficacia de vistosas medidas, por cierto muy baratas, que utilizan el Derecho penal para generar una apariencia inmediata de seguridad; o para comprender que las políticas públicas, además de buscar la eficacia, en un Estado de Derecho han de someterse a molestos límites que están ahí para proteger intereses, objetivos y dignidades que integran la “gran norma” que en momentos de lucidez nos dimos, por más que a veces los sondeos expresen un desapego de una opinión pública demasiado coyunturalista : estoy hablando de cosas como la presunción de inocencia, la nulidad de pruebas ilícitamente obtenidas, la resocialización de los condenados, la supresión de la prisión por deudas, o la inimputabilidad de los menores de edad, por no elevarme a la tortura, a la pena de muerte, o al derecho a un proceso justo. Son frenos, amortiguadores de los impulsos políticos de cada momento, garantía de que cualquier viento no va a llevarse los muebles de la casa, ni siquiera un viento soplado por una mayoría demoscópica o televidente.

Reivindicar la cultura jurídica es, pues, armar a una ciudadanía de señas de identidad que no son la madre patria o el nacionalismo, sino otras cosas tan aparentemente frías como el derecho a un juez predeterminado por la ley, la propiedad privada desamortizada y desvinculada, la radical libertad de expresión, la abstención y recusación de funcionarios públicos con interés personal en el asunto de que conozcan, el principio de buena fe en la contratación, la inembargabilidad del salario mínimo o la eficacia de cosa juzgada de las sentencias firmes. Prefiero estos monumentos de la civilización a una identidad hecha de héroes y batallas, de grupo sanguíneo, de nación o de raza. Y ya que no cabe razonablemente esperar que los comunicadores sociales alienten el afecto de la ciudadanía hacia su Derecho, ni que los partidos políticos busquen los votos por esos derroteros, tendrán que ser las Facultades de Derecho quienes, con espíritu crítico y exigencia intelectual, cumplan esa función.

O nosotros, o nadie. O ahora, o nunca. Este es el valor de la licenciatura en Derecho, y por eso yo he animado siempre a mis alumnos, cuando terminan la carrera, a enmarcar su título de licenciado en madera noble, y a no dejarlo oculto detrás de diplomillas y certificados de asistencia a cursillos y baratijas. Y por eso, también, me escandaliza la indiferencia y falta de motivación de una parte del profesorado, cansado de no saber qué está haciendo, ignorante de lo decisivo que puede ser para los alumnos que le toquen en suerte haberse preocupado o no por ofrecer una docencia de calidad.

No pasa nada porque el licenciado salga de aquí sin saber redactar una demanda o porque titubee cuando le encarguen que inscriba en el Registro Civil el nacimiento de un sobrino, o tenga que poner cara de póker cuando un primo le pregunta si es a él o al dueño a quien le corresponde arreglar el grifo del cuarto de baño del piso alquilado. Lo grave no es eso; es más bien que cuando aprenda a manejar un formulario o a proponer una prueba, empiece a despreciar todo lo de antes, como si hubiese sido un tiempo perdido. A mi me resulta patético ese especimen que encuentro con alguna frecuencia, un ex-alumno que atravesó una pasantía o una oposición, que ya tiene alguna soltura en embargos, en desahucios, o en recurrir multas de tráfico, y que al verte después de mucho tiempo, dándote una cariñosa palmada en la espalda, te dice: “era bonito lo que nos enseñabas en la Facultad, pero no tiene nada que ver con la práctica”, y se les llena la boca de la palabra “práctica”. Un bofetón en toda la cara me duele menos que esas palabras, sobre todo porque no es raro que poco después te comente un pleito reciente y tú descubras que no es que la práctica no tenga nada que ver con lo que aprendió, sino que no aprendió nada, o lo ha olvidado todo, que pasó por estos cerros de Úbeda sin enterarse. Son personajes que se fascinan con un segundo otrosí, pero se pierden si tienen que contestar a una demanda clara y simple, directa y escueta, leguleyos que se mueven más agusto pidiendo un certificado del Registro de últimas voluntades que interpretando un testamento. Tipos a los que una pasantía mal planteada o una oposición memorística calcinó todo su equipaje universitario. “Todo muy teórico”, dicen, y con ese aserto despachan cinco años de oportunidades que no aprovecharon.

Todo muy teórico. Es verdad que debajo de ese reproche se esconde, a veces, una crítica justa a cierta manera de concebir la asignatura, con hartazgo de definiciones y clasificaciones, en la que las instituciones jurídicas parecen construcciones caídas del cielo, como dogmas revelados, sin apenas reparar en las preguntas que hay alrededor de esas respuestas petrificadas o precocinadas en un refrito de manuales que les ha servido el profesor para ser vomitado luego en el examen. Pero otras veces revela un desprecio por todo lo que no cabe en un formulario, un practicismo rácano y alicorto que es la antítesis del talante universitario del que no llegó a contaminarse. Y entonces no sólo hay que defender con dignidad la formación universitaria del Derecho, sino que más bien habría que pasar a la ofensiva. Me estoy refiriendo a que también debería, desde las Facultades de Derecho, reflexionarse sobre la calidad de la formación de post-grado.

¿Es que las Facultades de Derecho no tienen nada que decir sobre, por ejemplo, ese monumento al desatino que son unas oposiciones que obligan al futuro juez, al futuro fiscal o al futuro notario a poner entre paréntesis todas las facultades intelectuales que no sean la gimnasia de la memoria? ¿Es que no puede proponer sistemas alternativos de selección y formacion de jueces que impidan que la riqueza del Derecho se vea aplastada por el atornillamiento de unos temas simplones, deliberadamente acríticos, planos, sin relieve ni dudas, sin rendijas por los que quepa una remota visión de la realidad, elaborados solo para poder ser cantados a ritmo rápido y con entonación clara en no sé si catorce o dieciséis minutos? ¿No está obligada la Universidad a advertir de cómo un esfuerzo tan grande y, sobre todo, tan mal orientado, determina un modelo de juez manifiestamente mejorable? ¿Nada tiene que decir una Facultad de Derecho, en defensa de los ciudadanos, sobre en qué habría de consistir ese examen de Estado necesario para ejercer la abogacía, que planea desde hace tiempo sin acabar de aterrizar? ¿Nada que decir sobre el componente jurídico de la preparación de técnicos de la Administración, de Inspectores de Hacienda y de Trabajo, de Letrados de las instituciones públicas o del Cuerpo Diplomático? ¿Dónde está escrito que la Universidad no tenga nada que opinar sobre esa otra parte de la formación de los juristas, y que deba limitarse a servir licenciados y callar ante los generalmente irracionales sistemas de selección y formación con los que desprograman lo poco o mucho que aquí hayan recibido?

Querido Decano de la Facultad de Derecho de la Universidad de Almería: ya estoy terminando. Te agradezco que me hayas dado la oportunidad de hablar en esta ocasión tan solemne. Y como venganza, quiero hacerte una propuesta. ¿Por qué esta Facultad, que ahora diriges, en conexión quizás con otras de su entorno, no organiza, con tiempo, una gran Convención para tratar en serio el problema de la formación de los juristas? El Pacto de la Justicia incluye entre sus acuerdos una voluntad de cambiar el sistema de acceso a la función judicial: ¿no sería una buena ocasión para no quedarse fuera de algo tan importante para los ciudadanos y no abandonarlo a las propias inercias de la judicatura? Y, comenzando por los jueces y fiscales, ¿no sería un momento oportuno para suscitar el debate sobre qué formación es posible y deseable para los profesionales del Derecho? Creo, Decano, que te propongo algo lleno de trabajo y de quebraderos de cabeza, pero útil: una convención bien organizada, con preparación pausada, invitando a los profesionales a opinar sobre lo que debería hacerse en las Facultades de Derecho, e invitando a los profesores de Derecho a pronunciarse sobre la calidad de la formación de postgrado en los itinerarios específicos para cada una de las grandes profesiones jurídicas. Quién sabe si iniciativas así, emprendidas con acierto, lograsen de verdad hacer una Universidad más útil, al mismo tiempo que ayudasen a la cultura jurídica a sobrevivir en medio de la práctica de los tribunales, los despachos y las oficinas administrativas. Sólo te pido que si algún día lo hacéis, que sea muy cerca del mar y que me invitéis a participar: bien sea como profesor de Derecho injertado por azar en un tribunal, o como juez orgulloso de haberse formado durante veintitantos años en la Universidad.

Comencé con el artículo 29, y voy a terminar con el 30, también del Código Civil. Este nos dice algo sorprendente: que no basta con nacer para ser persona, porque hace falta, además, tener figura humana y vivir veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno. La exigencia de “figura humana” parece proceder de un atavismo, del temor a criaturas monstruosas, como el que tuvo Úrsula Iguarán, la mujer de José Arcadio Buendía, la madre de una estirpe que vivió cien años de soledad. Los expertos no se ponen de acuerdo sobre dónde está la frontera entre los monstruos y los hombres, pero no está mal tener la preocupación de no estar engendrando monstruos, sino profesionales del Derecho con figura humana. Lo de “enteramente desprendido del seno materno” es más complicado, porque sugiere que no hay vida sin una radical ruptura. Enteramente desprendido. Es una llamada a la audacia que me sirve para terminar dirigiéndome a los estudiantes: vayan ya preparando lúcidamente la manera de salir de aquí. No dejen que nuestras inercias, nuestros cansancios, nuestros escepticismos, nuestras abdicaciones, malogren lo que pueden ser cinco años de lucidez y les entumezca el espíritu. No se dejen enredar en el engañoso ritmo académico de clases, estudio y exámenes: tómense su licenciatura como asunto propio y como primera etapa de un proyecto personal. Hagan, con las mejores cosas que aquí encuentren, su propio equipaje, y sepan que sólo quien en la intemperie de la vida profesional es capaz de mantener en uso ese equipaje, merece ser llamado jurista.

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