En racimo



Dos años hace que vivimos sin nuestro amigo Rafael. El año pasado, en esta fecha, presentamos en Granada el Libro Homenaje, cuyo tercer volumen (los dos primeros son académicos) es un racimo de semblanzas e imágenes en el que puede intuirse la materia de la que estaba hecha su alma: la amistad. Esta tarde he estado releyéndolo y encontrándome con demasiadas cosas que se resisten a quedar guardadas en un arcón. Transcribo mi contribución.
 
 


[Publicado en el Libro Homenaje a Rafael Barranco Vela]

            En aquellos días
difíciles en los que Falo se estaba yendo, todavía divisaba, desde el ventanal
de mi casa, tras el aire aplastado de los calores de julio, los últimos neveros
de Sierra Nevada.  Me confortaba
mirarlos: esos neveros eran una metáfora. Simbolizaban para mí la resistencia
de Falo, el inmenso valor de lo poquísimo que todavía nos quedaba de él (apenas
un hilo de voz que no renunciaba a hablar, un cuerpo abatido, ya un
desconcierto en la mirada), y al mismo tiempo la evocación de una vida tan
desbordada y abundante que todavía se conjugaba en tiempo presente.

                                                    (Falo a primeros de julio de 2013)

 
            Los
neveros de Sierra Nevada. Manchas blancas, discontinuas, menguantes, adheridas en las
impetuosas elevaciones pardas que ascienden hacia el Veleta. Habían formado
parte de la inundación blanca de invierno. Resistían en la agresiva hostilidad
de julio. Me maravillaba su tenacidad. La tenacidad de los neveros y la
tenacidad de Falo. Clausurada la primavera, derretidas las alegres nieves apelmazadas
para la práctica del esquí,  los neveros ya saben que su vocación es
extinguirse, vencidos por la voracidad de las laderas pardas, o quizás
reducirse como un tumor benigno sensible a la asesina radioterapia solar; y sin
embargo seguían ahí, tomando fuerzas durante las noches como si las estrellas,
también blancas, fueran cómplices,  y
deshaciéndose por el día poco a poco, filtrándose y cayendo por barrancos
abruptos hacia el río Genil como agua limpia amable para las truchas, antes de
derivarse a las acequias para regar huertos de pimientos, de pepinos, de sandías.
Agua para los demás.

 
No habrían
de llegar a septiembre, igual que ya sabíamos que Falo no atravesaría el
verano. Pero los neveros no son como nosotros, pusilánimes, que cuando sabemos
que la batalla está perdida nos abandonamos, como si la lucha no tuviera
sentido más que como herramienta de la esperanza. Ellos, los neveros, como
Falo, seguían allí: clavados, fríos, blancos, menguantes, pero desafiantes y orgullosos,
agarrados a la montaña de la vida. No podrán con el calor, pero aguantan hasta
la extenuación como si compitieran contra el calendario: cada día una victoria,
una victoria plena de sentido, porque pocas cosas tienen más sentido que un día
de vida. Dicen que algunos neveros, los situados en los pliegues más umbríos,
llegan a sobrevivir hasta las primeras nieves de noviembre dando continuidad a
las nieves de una temporada a otra. Su lección merece un homenaje: la vida es
aventura, pero también es resistencia. Sin resistencia sólo hay viento, todo
acaba en desierto demasiado pronto. Falo no sólo fue un aventurero: también fue
un resistente. “Resiste, amigo”, le pedía a Falo mientras miraba aquellos
neveros. 

***   ***  
***

            Resistió
todo lo que pudo, y eso todavía nos conforta. No claudicó en ningún momento:
pero más que para “alargar” su vida, resistió para vivirla. Alguien dijo
aquello de “Vivir sin miedo a morir, para morir sin perder la vida”. Alguna
vez comenté a propósito esta frase con Falo, quien tenía claro que la vida ha de
medirse no en longitud, sino en volumen: puede ser larga en años o corta, pero
sobre todo es honda o no. Como también sabía, mucho más que yo, que la hondura
de vivir requiere actitud, requiere voluntad, requiere poner nombre propio a
cada día, requiere resistirse a la rutina y quebrar continuamente la línea de
lo previsible, requiere empeñarse en estar vivo mientras se viva. Un día de
mayo de 2008, cuando nos acercábamos a los cincuenta, Falo me dijo que nos
quedaba apenas una década “para muchas
cosas
”, porque luego no
estaríamos, no podríamos, o no nos apetecería; y que había que pensar bien en
qué queríamos emplear esa década que estábamos a punto de empezar. Esa era su
filosofía, y bien lo sabemos: no vivir impulsado por el viento de una inercia
que apelmaza y comprime el tiempo en paquetes vacíos e iguales, sino entregarse
al detalle
, a lo distinto de cada ocasión, a la anécdota, a la instantánea.
Lo pensé muchas veces: lo que más admiraba e incluso envidiaba de Falo no eran
sus abstracciones, sino sus concreciones. No tanto sus disertaciones (barrocas,
irrebatibles por no verificables) como cada “cosa” que puso en medio de
nuestras vidas. ¿No es verdad, amigos, que cada uno de nosotros está lleno de
“cosas” de Falo?  Y, ¿no es verdad que a
Falo le gustaban las “cosas”?
 

            “Cosas” de Falo. Por ejemplo, un
puro habano marca Montecristo. Es un buen ejemplo. Falo se casaba a
finales de julio de 1989, y en esa fecha yo debía estar en París y no podría
asistir a su boda.  Cinco minutos antes
de que el tren se marchara de la estación de Granada con dirección a Madrid,
desde donde tomaría otro tren hacia París, llegó Falo a la estación. No lo
esperaba allí. En realidad no fue para decirme adiós, sino para darme una cosa.
Me dio un estuche cerrado, y me dijo: “el primero que reparto: guárdalo y te
lo fumas la noche de la boda
”. Así lo hice: el sábado 29 de julio, por la
noche, melancólico y sentimental, me fui con su puro al Pont des Arts, me lo
fumé, luego fui a un local abierto a tomar una copa de champán y esa fue para
mí la boda de Falo e Irene: una cosa, y no una felicitación o un “te eché de
menos”, una idea o una ausencia.
 

***   ***   ***

 

No me he dado prisa en empezar esta nota para el
Libro de amigos de Falo; menos aún en acabarla. He tardado todo lo que he
podido. No como cuando se demora o se posterga un compromiso enojoso al que no
apetece dedicar las tardes de sábado o las noches de cualquier día. Todo lo
contrario: lo que quería era alargar la cita, inventar cualquier excusa para
prolongar un coloquio interior con Falo, es decir, con todo el rastro que Falo
ha dejado en mí; como si al poner el punto final el tren fuera a partir con él
dentro hacia un destino tan incierto como irreversible, como si mientras
escribo esto estuviéramos todavía charlando en la estación, aunque esta vez no
haya un habano de por medio.  Por eso sé que
seré el último en entregar.

¿El último? Bueno, eso es mucho decir. Sería un
lugar de honor, porque para las cosas con Falo lo más a lo que siempre ha
podido aspirarse es a ser el penúltimo; él se reservaba siempre el último
lugar, y no por modestia, sino por una impuntualidad marcada en el tuétano de
su personalidad.  Aunque ya es momento de
decir que esa impuntualidad nada tenía que ver con la pereza o con la
desconsideración, y sí mucho con su barroquismo
vital
, con su avaricia para los retales de tiempo que quedan entre una
actividad y otra, con su exhuberancia, con su aversión por los atajos y su
afición por la perífrasis, su circularidad granadina, su proclividad a tropezarse
con incidencias y su disponibilidad a escuchar cualquier canto de sirena capaz
de demorarlo. Como Dios manda. Por eso no seré el último. El último seguirá
siendo él. Propongo dejar unas páginas en blanco reservadas para eso que a Falo
le habría gustado decirnos. Su texto llegará cuando la edición esté cerrada,
naturalmente, pero cualquiera podremos añadirlo a mano, y muy probablemente
coincidirá lo que unos y otros imaginemos. 

Pero es verdad: sin prisa he pasado estos meses
despidiéndome de Falo, antes de que la vida vaya trayendo y acumulando
acontecimientos, cambios, noticias, procesos de los que él ya no sea testigo ni
cómplice. Lo que estoy queriendo escribir aquí es lo de menos; lo de más es el
inventario de su herencia de amigo que he ido buscando y paladeando este
tiempo, en noches alargadas, y que tanto me habría gustado compartir al detalle
con quienes también fuisteis sus amigos. He abierto los álbumes de fotos, he
urgado en los cajones de cartas, he recorrido la bandeja de entrada de mi correo
electrónico hacia atrás para buscarlo, he leído dedicatorias de libros que él
me regaló, he releído el “diario” que desde la adolescencia escribo (aunque
cada vez menos a diario) para atesorar cada pequeña o  grande referencia a Falo, he recordado conversaciones
y situaciones que estaban cayendo en el lado del olvido, y hasta le he mandado
un mensaje al número de su móvil cuando me lo encontré en mi agenda (de la que,
desde luego, nunca voy a borrarlo por si acaso).   

            El inventario está repleto de objetos,
de lugares, de ideas y de manías. De objetos, como plumas, pipas, cartas,
libros, un timbre de La Campana con
forma de tortuga dorada, un reloj, un cuadro de una tarde de Granada, tantos
christsmas for Irene, fotografías artísticas, separatas sobre materias
jurídicas tan diversas, el maletín de fichas para el póquer, varias cajas de
naipes usados. De lugares, como Barcelona –donde fuimos con Jochen a la
Olimpiada del 92-, el Pont des Arts –donde celebré su boda-,  Bolonia –donde coincidimos en las tesis de
Fran y de Kisco-  La Herradura –donde por
sorpresa Irene y él me rescataron de un fin de semana en el que me había
escondido para estar solo-, Almuñécar –donde Jochen, él y yo tomamos decisiones
profesionales en septiembre de 1981-, Antequera, la Puerta de Granada en Úbeda
–lugar de cita para sus visitas a mi patria-, Huelma –el escenario del retrato
de un momento de plenitud- , la sierra de la Contraviesa -que visitamos con
José Antonio Navarro en el verano de 1987- el despacho de Recogidas (punto de reunión
por el que tantos hemos pasado), el Pilar del Toro, el club náutico –donde
pasamos quizás el último día feliz con él, y también con Valeriano, un luminoso
mediodía de mayo pasado- las aulas de Derecho y sus pasillos, Casa Alta en
Monachil y Plaza Nueva donde nació. Pero también de ideas,  como Andalucía, su concepción liberal de la
política, o algún consejo personal decisivo en un momento de mi vida. Y de
manías como su intolerancia con la estupidez revestida de retórica, con lo
sevillano, con las modas ideológicas, con el Derecho penal y, sobre todo, con la
mezquindad. 

Cada cual seguirá un tiempo descubriendo recuerdos
y partidas de ese inventario de cosas de Falo en su vida, y cada cosa será un
pequeño y amable zarpazo de la nostalgia. Pero son sombras. Son reflejos. Lo he
entendido estos días, al pensar en el hueco que Falo ha dejado, y creo que más
de uno va a darme la razón. Son sombras, son reflejos porque los originales los
guardaba él. 
 

***  
***   ***

Falo era el álbum, el archivo. En su alma ha
quedado el negativo de tantos momentos de nuestras vidas. Le atribuimos ese
papel desde siempre, desde los tiempos de delegado del curso y él lo aceptó
como una carga natural. Falo era el que convocaba,  el que reunía, el depositario y el testigo de
tantas historias cruzadas que constituyen el tejido del que está hecha una
inmensa complicidad que siempre contó con él como punto de apoyo y pieza
imprescindible. Casi todo pasaba por él, como las conversaciones telefónicas de
antaño pasaban por una operadora, y todo lo nuestro que pasaba por él ganaba un
valor añadido: más y más amistad. Inagotable amistad, una amistad sin cálculos,
descodificada, sin territorios definidos, continuamente en expansión,
radicalmente generosa. Lo sé muy bien, y no paro de darle gracias este tiempo:
sin él, pura amistad contagiosa, yo habría sido peor amigo de los amigos que
compartimos.
 
 

Un racimo de amigos volcado hacia su punto de apoyo
 
La amistad vive en racimos. No me refiero a
pandillas, sino a racimos mezclados, variados, confundidos, enredados.  La amistad tiene momentos grandes de cara a
cara, de tú y yo, pero va creciendo de tres en tres, de cinco en cinco, de ocho
en ocho. Yo me veo miembro de al menos cinco o seis racimos de buenos amigos en
los que está Falo y he descubierto algo fascinante: la muerte de nuestro amigo
enorme e imprescindible ha apretado los racimos, el vértigo que nos produce el
hueco de su ausencia nos ha juntado, quizás para así, entre todos, combatir el
desconcierto de saber que ya no va a llamarnos más, que ya no vamos a oír más
su voz y su risa al bajar las escaleras de la Facultad, que no va a doblarnos
más la apuesta, que no vamos a quedar para comer a mediodía cualquier martes.
¿No es este libro un empeño por apretarnos alrededor de su hueco? A mí me gusta
pensarlo así. Significa que su vida tuvo un sentido que ha quedado a salvo de
su muerte.  Cuánto me gustaría poder
decírselo y que él me escuchara.

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